Los españoles ya somos menos libres
Desde el viernes, España es el único país europeo occidental donde el Estado impone una lectura única y obligatoria de su historia reciente
El nuevo Frente Popular nos acaba de marcar un golazo. Ha sido de falta injusta, por toda la escuadra y sin siquiera inmutarnos demasiado por el abuso. Ni una manifestación masiva de protesta en España. Tampoco quejas demasiado enérgicas de la oposición (aunque su líder ha prometido derogar este disparate si gana). Desde el viernes pasado somos menos libres. España ya es el único país de Europa Occidental donde el Estado impone una lectura única y obligatoria de su historia reciente, de la que no se puede disentir so pena de sanción. En la práctica se anula el artículo 20 de la Constitución, donde se consagra la libertad de expresión, de cátedra y de producción científica, artística y técnica. Los alumnos de doce años en adelante tendrán que estudiar una versión doctrinaria de la historia, escrita y manipulada por la izquierda a su mayor gloria. Todos los profesores españoles, crean o no en esa mixtificación, habrán de enseñarla por ley.
La nueva Ley de Memoria Democrática ha salido adelante con los votos de un partido fundado por una despiadada banda terrorista antiespañola, ETA. Es una norma que margina a las víctimas de sus matanzas y derriba además la obra de concordia de la Transición, que pasa a ser investigada hasta diciembre de 1983, cuando ya gobernaba el propio PSOE, aunque era el de González. Es oportuno recordar la clarividente pregunta que en su día dejó flotando el historiador Stanley Payne: si la Transición supuso un pacto que tenía como objetivo alcanzar una democracia, ¿a dónde se dirigen entonces quienes la cuestionan? La repuesta es evidente: su meta es instaurar el imperio perpetuo de la izquierda, con una única ideología admisible, el «progresismo».
La Ley de Memoria Histórica parte de un error primigenio: el Estado se atribuye una competencia que no le corresponde para convertirse en el árbitro único de la Historia, además con potestad sancionadora. Dado que hoy nos gobiernan los herederos sentimentales e ideológicos de los partidos que perdieron la Guerra Civil (y que fueron incapaces de hacer que funcionase la II República), lo que han hecho es reescribir ese régimen, la Guerra y el franquismo para componer una historia maniquea, sin matiz alguno, donde la izquierda republicana siempre es buena y el bando nacional encarna el mal perenne y absoluto. Es un relato pueril, injusto y anticientífico, porque se antepone una plantilla ideológica al intento de estudio honesto de la realidad. Se soslaya también la complejidad del siglo XX y el entorno mundial en la época.
España, que sufrió un agitadísimo XIX, inicia el siglo XX con el mazazo de perder su imperio, un trauma para cualquier nación (véase a los ingleses, que en el fondo todavía siguen en el diván por ello). Tras el bienintencionado experimento canovista –a quien hay que reivindicar, porque al menos intentó un ejercicio posibilista, acorde al país real, no a una Arcadia inventada–, lo cierto es que la etapa de Alfonso XIII no acaba de funcionar. Depre postimperial, guerra complicada en Marruecos, con el doloroso episodio de Annual, que desnuda graves y profundas disfunciones; luego, el parche forzado de la dictadura de Primo, y tras ella, una II República que acabará siendo dinamitada desde dentro por varios de sus propios promotores (destacadamente el PSOE, que hoy, en lo que supone un auténtico chiste, mitifica esa etapa).
España además no flotaba en el vacío. Estamos hablando del momento en que el Crack del 29 sacude el mundo con su onda expansiva. Estamos hablando de la eclosión de los totalitarismos comunista y fascista, en una Europa que ante la convulsión económica buscaba soluciones ideológicas milagreras (como ahora, aunque hoy de un modo light, sin violencia). Estamos hablando de una España todavía muy tradicional, que probablemente no estaba preparada para una transición súbita a una democracia avanzada (y menos cuando la de la II República no lo era, y además incurrió en la peregrina y pérfida idea de perseguir al catolicismo en un país profundamente católico).
Un momento como el de 1936 y los años siguientes no se puede zanjar en blanco y negro, porque la historia discurre siempre en gama de grises. Este periódico, El Debate, auspiciado como ahora por la Asociación Católica de Propagandistas, aceptó entonces de modo leal el régimen de la República en un sonado editorial. ¿Cuál fue la respuesta a esa actitud conciliadora? La ACdP perdió entre 1936 y 1939 a 81 de sus miembros a manos de la represión republicana. En esos años se produjo una abominable persecución religiosa del Frente Popular contra los católicos. Fueron asesinados por su fe 4.184 curas seglares, 2.365 frailes, 296 monjas y 13 obispos. Miles de templos sufrieron ataques. Esos mártires y sus verdugos no existen para la Ley de Memoria, pues borra los crímenes de los republicanos. Es cierto que el bando nacional supera en volumen el número de represalias violentas, debido a la represión de la posguerra; pero un mal no puede servir para opacar otro mal. No se deben imponer desde el poder relatos sectarios de brocha gorda, porque hay mil repliegues, con ejemplos en ambos bandos de crueldad abominable y maravillosa y heroica bondad. No es tampoco coherente condenar el fascismo con máximo énfasis y al tiempo dar por buena otra pésima ideología, que todavía ha resultado más letal: el comunismo (que de manera anacrónica, lamentable, se sienta hoy en nuestro Gobierno, una excentricidad única en la UE).
Desde el viernes pasado España es un país peor, menos libre. Confiemos en que el año próximo votemos para recuperar el derecho básico de poder contar y estudiar en libertad nuestra propia historia. Y recordemos también a los partidos de la oposición que la inflación es muy importante, sí, pero la libertad de los españoles no lo es menos.