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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Traidor

El delito de traición no contemplaba que pudiera serlo el presidente del Gobierno: solo esa imprevisión salva a Sánchez de serlo legalmente

Actualizada 01:30

Aunque el delito de traición está previsto para periodos de guerra y atiende a la colaboración con potencias extranjeras, su espíritu está inspirado en frenar comportamientos como el que tiene Pedro Sánchez, cuyo currículo quedará definitivamente instalado en la historia por cuatro hitos funestos: ayudó a salir de la cárcel a terroristas con delitos de sangre; concedió impunidad a golpistas para que repitieran los hechos; arruinó a su país como nada ni nadie desde 1936 y resucitó el enfrentamiento entre hermanos como única herramienta de movilización electoral.

El artículo 583.2 del Código Penal parece redactado para definir lo que este viernes ha terminado de perpetrar el presidente del Gobierno, iniciando la anulación del delito de sedición, a quien solo salva la ingenuidad del legislador a la hora de intuir que los traidores podían serlo también sin necesidad de un invasor foráneo:

«El español que suministre a las tropas enemigas caudales, armas, embarcaciones, aeronaves, efectos o municiones de intendencia o armamento u otros medios directos y eficaces para hostilizar a España, o favorezca el progreso de las armas enemigas», dice la legislación, será castigado con «una pena de prisión de 12 a 20 años».

Llamar traidor a alguien que atenta contra la cohesión constitucional del país que preside no es ningún exceso, aunque suene duro decirlo, como tampoco lo es acusarle de animar a los golpistas catalanes a repetir los hechos si, a cambio, le permiten asegurar su triste supervivencia política.

Lo que Sánchez está haciendo, por mucho maquillaje que le pongan sus cómplices mediáticos y los beneficiarios de su abuso, es traicionar en directo a su país, anteponiendo la subsistencia en el cargo al cumplimiento de sus obligaciones más elementales.

La justificación de que, eliminando la sedición, se homologa la Justicia española con la europea, es la prueba de cargo definitiva de su premeditación alevosa: ningún país serio tolera los ataques a la unidad de la nación; todos lo castigan incluso con cadena perpetua y algunos, los menos ingenuos, incluso prohíben la existencia de partidos que defiendan abiertamente la ruptura nacional.

La España sanchista convierte en socios e interventores a esos enemigos; alfombra la impunidad de sus delitos; borra del Código Penal las consecuencias para alimentar su reincidencia y ataca los cimientos del Estado de derecho, sustentado en la separación de poderes, para eliminar o acallar los contrapesos a tanto abuso, ora asaltando el Poder Judicial, ora señalando a la escasa prensa crítica.

Ni aunque todo ello lograra la aparente pacificación del conflicto separatista, tendría un pase: pagar el rescate de un secuestro y aceptar el chantaje puede dar un alivio efímero, meramente táctico, pero nunca en la historia ha transformado al delincuente beneficiado en un pacifista ni le ha hecho renunciar a sus metas.

Sánchez ha indultado a Junqueras y a Puigdemont, sin duda, pero sobre todo ha indultado sus fines y ha legitimado cualquier medio que quieran utilizar en el futuro para lograrlo.

Y se ha convertido, él mismo, en el primer beneficiario de que la sedición deje de existir, la rebelión no reconozca las nuevas modalidades que él mismo practica y la traición no se definiera pensando en que el traidor pudiera llegar a ser el propio presidente del Gobierno.

Llamarle Pedro el Traidor ya no es un recurso literario ni político: es una descripción pulcra, adecuada e irreprochable del personaje más siniestro que ha padecido España tal vez desde Fernando VII, el otro felón legendario.

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