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Perro come perroAntonio R. Naranjo

A Charo le pica y Belarra se rasca

Mientras podamos llamarle estupidez a la estupidez, y no prestaciones intelectuales alternativas, podremos decir que nos gobiernan memos con ínfulas

Actualizada 01:25

España tiene un problema serio: está sobrada de idiotas en puestos relevantes. Y un consuelo insuficiente: también les ocurre a otros países. De lo primero da cuenta un cúmulo de ejemplos diarios, entre los cuales puede destacarse el penúltimo anuncio del Ministerio de Igualdad y la manera de comentarlo de la ministra de Asuntos Tones, la impagable Ione Belarra.

En él se ve a una señora, bautizada como Charo, sometida a la tiranía heteropatriarcal de preparar la cena de Nochebuena mientras su familia, compuesta por un marido gordo, un hijo lerdo y una nieta gamberra, se frota el níspero en el sofá. Hasta que ella, la abuela, decide enfrentarse a la esclavitud, tira el mandil y deja que el pollo se queme para que todos aprendan a encargarse de alguna tarea.

Si el anuncio es tremendo, lo mejor es el comentario de Belarra, que muy probablemente habrá celebrado la Navidad a mesa puesta llamándola solsticio de invierno desde algún balneario pijo con más estrellas que el pecho de un general americano.

«Charo está un poquito hasta el coño de hacerlo todo en la cena de Nochebuena. Por unas fiestas felices y también corresponsables», soltó la ministra antes de desaparecer de escena para disfrutar del asueto religioso, solo interrumpido para poner a escurrir al Rey por su discurso, al que solo le faltó añadir que estaba, él también, un poquito hasta el ciruelo de que le ataquen miembros de un Gobierno que lo son por su firma.

Que las madres se echan a la espalda la cocina es una evidencia. Que defienden esos galones mejor que el espartano Leónidas el paso de las Termópilas, también. Y que el reparto de funciones logísticas entre toda la familia se desarrolla mecánicamente, es sabido por cualquiera que tenga una y conozca los roles espontáneos, igualmente.

A la podemía gubernamental le pasa con las abuelas navideñas lo mismo que con las mujeres en general: desconocen que venimos de una, vivimos con otra y trajimos al mundo a alguna más; y a nadie más que a nosotros le preocupa más su bienestar.

No desde luego a quienes auxilian a delincuentes sexuales, permiten a cualquiera convertirse en mujer en cinco minutos o perpetúan el mayor paro femenino de Europa, mientras abrevan del erario público gracias al dedo omnímodo del machito alfa que pastorea su tribu.

Pero si la imbecilidad nacional ha alcanzado sus más altas cotas con esta generación de ninis al frente, la mundial no le va a la zaga y asola ya a países e instituciones que, pudiendo ser contrapeso intelectual a la revolución woke, son al final su peor estímulo.

La Universidad de Stanford, una vieja institución académica americana con 130 años de solera, acaba de difundir un documento titulado «Iniciativa para la eliminación del lenguaje nocivo,» que ahonda en la línea ya percibida con gloriosos ejemplos recientes, como la estigmatización de «Dumbo» o «Bambi» por contravenir las fatwas animalistas o, la mejor, el cambio de título a la novela «Diez negritos» para no ofender a minorías raciales.

Stanford, que va a pasar de acumular casi un centenar de Premios Nobel a celebrar conferencias de tipas como Belarra, quiere que a los adictos se les llame «personas con un trastorno por abuso de sustancias». Que a las Islas Filipinas se le quite el nombre insular para evitar reminiscencias coloniales o que, entre otras majaderías, se suprima directamente la palabra «bravo» por perpetuar estereotipos degradantes sobre la población indígena.

El lenguaje no es nunca inocente y, como decía Orwell, al igual que lo que se piensa modula cómo se habla, imponer cómo se habla termina decidiendo cómo se piensa. Y de eso se trata. De moldear la conciencia a partir de legislar una especie de pecado preventivo que, en la práctica, someta al respetable a una tiranía ideológica bajo la amenaza perpetua de ser señalado.

Mientras los bomberos, y las bomberas, no llegan a nuestras casas a incendiarnos la convivencia como las brigadas censoras de «Farenheit 451», déjenme decir que muchos estamos un bastante hasta los iones de que nos toquen la belarra y no vamos a dejar de llamar cretinos a los ministros con goteras mentales alternativas. Ni a los doctores de Stanford, que también se dieron un golpe en la cabeza de críos.

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