Golpistas buenos
Lo de Brasil es golpismo, pero también lo es todo el discurso deslegitimador de la democracia que el sanchismo ha convertido en cotidiano
Ramón Pérez-Maura y Carmen de Carlos han acertado a definir, con su habitual destreza, la naturaleza exacta del episodio golpista en Brasil, ese país atrapado entre el populismo corrupto de Lula y la demagogia extremista de Bolsonaro que ya no tiene el placebo del fútbol para ir tirando.
Unos imbéciles golpistas, azuzados por el presidente saliente pero ningún apoyo institucional, militar o político de nadie; han traducido el descontento negacionista sobre los resultados electorales, amañados a su juicio, en un pretexto para asaltar el Congreso, la Presidencia y el Tribunal Supremo como una turba descerebrada sin ninguna posibilidad de éxito.
Les ha faltado el cretino disfrazado de bisonte en el Capitolio de Washington para emular las imágenes que, al perder Donald Trump contra Joe Biden con las mismas sospechas de apaño nunca documentadas, vimos en los Estados Unidos en aquel instante sucesorio. Pero el parecido es evidente.
Y hay que llamarlo golpismo: un desafío al orden constitucional por métodos ilegales, callejeros y violentos es golpismo. Y no hay un golpismo bueno ni justificable cuando el objetivo es derribar un sistema democrático que, con todas sus imperfecciones, regula la capacidad de protesta y dispone de recursos para dirimir cualquier duda, conflicto o pretensión que se tenga desde dentro.
Pero esta obviedad, que a la derecha no le suele costar asumir, no es suscrita por la izquierda de manera unánime, sin excepciones y en todos los casos. Para ella, se puede justificar en determinados momentos y, para legitimarlo, basta con cambiarle el nombre y llamarlo revolución.
Y no hay que irse muy lejos para encontrar casos similares: la primera investidura de Juanma Moreno en Andalucía, cuando desalojó con votos al socialismo endémico de los ERE hoy en prisión, se celebró con Pablo Iglesias incendiando las calles con su célebre «alerta antifascista» y una movilización nacional de autobuses para cercar el Parlamento.
Y la última de Rajoy, tras dos elecciones generales perdidas por Sánchez en seis meses, se desarrolló con una campaña que primero pidió asaltar el Congreso y luego se conformó con rodearlo, instigada por acción u omisión por los dos partidos que unos meses después instigaron una moción de censura espuria y hoy gobiernan España con la solvencia de un mono armado con una escopeta.
Incluso más recientemente, todo el Gobierno, con su presidente al frente, ha acusado de «golpistas con togas» a los magistrados y jueces que se han negado a rendirse ante Sánchez y defienden, con épica constitucional, la imprescindible independencia del Poder Judicial, asaltado por el sanchismo con reformas bananeras y discursos radicales.
Para la izquierda contemporánea, en fin, las victorias de la derecha son ilegítimas o se sustentan en alianzas fascistas o no representan la verdadera voluntad popular. Y se merecen una respuesta, por tierra, mar y aire, que restituya la auténtica democracia, representada obviamente por ella.
Y cuando ven un golpe de verdad, como el que en España encabezó la Generalidad de Cataluña en 2017, indultan a los delincuentes, derogan sus delitos y se preparan para legalizar sus objetivos.
Porque hay golpistas buenos y golpistas malos. Y basta con cambiar el lenguaje, reformar el Código Penal y asociarse con los insurgentes para que se obre el milagro y la victoria, por lo civil o por lo militar, quede asegurada.