Cuando peor, mejor
El 29 de mayo seguirán sin acordarse de los que están fuera: fuera de los registros, fuera de los cálculos electorales, fuera de las listas de deudores, al otro lado de la realidad. Y la sociedad española, la que les sostiene, más fracturada
Cerca de tres de cada diez euros están ocultos. En España, la economía sumergida –según el cálculo de la CEOE– representa el 24 por ciento del PIB, once puntos por encima de la media europea. De la actividad en negro Hacienda no cobra, ni la Seguridad Social recauda un céntimo para pagar las pensiones. Es contrabando, corrupción, violencia, explotación.
El autónomo o el empleado que trabajan en negro no perciben indemnización por despido, no generan derechos sociales, están desprotegidos ante los abusos. Y, en buena parte de los casos, la suya no es una elección –porque la actividad no es delictiva en sí misma–, es sólo la única opción que tienen para llevar comida a casa. Mientras la renta disponible mengua, los costes que genera cualquier actividad productiva son cada vez más gravosos, para muchos insoportables. La prueba son los más de cien mil autónomos que se han dado de baja el año pasado. Es la gran renuncia a la española: salir corriendo del mercado laboral, porque cuesta dinero trabajar.
Pero a la vicepresidenta y ministra de Trabajo le preocupan más los salarios que perciben directivos como Antonio Garamendi o los tributos que abonan la banca o las empresas energéticas, que la vulnerabilidad de esas personas. El que autodenomina como Gobierno de la gente ha borrado de su agenda pública a los que no aparecen en la estadística por puro cálculo electoral. En un contexto de inflación, en el que la clase media y trabajadora se siente asfixiada, depauperada, necesita colocar culpables en la diana de la ira pública por si las cosas se ponen feas. Y ha echado mano de la figura del empresario. Curiosamente, ataca a los los que todavía tienen capacidad de pagar impuestos y de hacer frente a las crecientes cotizaciones sociales de sus trabajadores, a los que no se han pasado al otro lado de la ley.
A tres meses de las elecciones municipales y autonómicas, la polarización irá in crescendo. Inducida desde arriba, desde los que ostentan el poder. La dinámica marxista de buenos y malos moviliza al votante afín, que se siente atacado. Y el de la izquierda, entre decepcionado y abúlico, tras una legislatura de dislates e infartos, se mostraba hasta hace bien poco más predispuesto a quedarse en casa que el de la derecha.
No habrá broncas por los precios de los alimentos, la pobreza energética –que, a tenor de la agenda mediática, ha dejado de existir–, por la voracidad fiscal de las arcas públicas o por los disparatados gastos de los viajes públicos de los miembros del consejo de ministros. Una a Nueva York, otro a Cádiz y otro de conciertos. Ya se sabe, lo dijo Carmen Calvo: el dinero público no es de nadie. Pero se azuzará la pelea por cualquier asunto que se encuadre en el ámbito de gestión de los ejecutivos regionales. Principalmente, si puede hacer daño a Madrid, la joya de la corona, el gran titular del día después de los comicios.
El 29 de mayo, seguirán sin acordarse de los que están fuera: fuera de los registros, fuera de los cálculos electorales, fuera de las listas de deudores, al otro lado de la realidad. Y la sociedad española, la que les sostiene, más fracturada.