Lápida de Lakanal
Nuestros parlamentarios son, muy mayoritariamente, analfabetos. Y no, no hay analfabeto bueno
Fue el azar quien me llevó hasta aquella tumba. O la suma de azares. Un deber de amistad me hizo viajar a París, la semana pasada, sin otro objeto que depositar en los archivos competentes documentos que prefiero saber bien custodiados. Un deber ciudadano –dejar constancia de mi rechazo al demente que nos gobierna– me forzaba a retornar a Madrid al día siguiente. No había tiempo para mucho. Breve recorrido apenas por los Philippe de Champaigne y uno de los Rembrandt del Louvre, justo antes de que los timbres anunciasen la hora de cierre. Y, sobre todo, un largo divagar al sol entre las lápidas del Père Lachaise, ese epítome del crepúsculo que cierra todo: también las formas más elevadas de la inteligencia o de la belleza. Y fue el azar de aquel sol de primavera, tan poco parisino, lo me llevó a holgazanear sin rumbo, al azar de recodos y nombres que tantas veces, en ese mismo jardín último, había ignorado.
Fue el azar. Una lápida de piedra porosa, ligeramente vencida por el moho y el tiempo. Y una leyenda en ella. Ascética. «Joseph Lakanal. Miembro de la Convención, del Instituto, del Consejo de los Cincuenta», lugar y fecha de nacimiento y muerte. Ascética. Como cuadra al personaje cuyo discurso del 16 de diciembre de 1794 (él hubiera preferido quizá la datación revolucionaria, 26 de frimario del año III) tantas veces me ha conmovido al comentarlo ante mis alumnos de la Complutense: «Para la gloria de la patria, para el avance de la inteligencia humana, es necesario que los jóvenes ciudadanos que por su naturaleza sean los más excepcionales dispongan de una esfera en la cual sus talentos puedan florecer: sea cual sea el lugar en que el azar los dio a nacer, sea cual sea su fortuna, la nación ampara su genio y los forma, más aún a favor de ella misma que a favor de ellos».
De ese proyecto de una enseñanza innegociablemente selectiva nació el alto funcionariado en la Francia moderna. Hasta el hoy en el cual una sencilla ojeada a la lista de presidentes y ministros de los dos últimos siglos, da fe de la eficacia que para el Estado tiene poner la rigurosa calidad académica al servicio de los mejores. Y exigir que esos mejores devuelvan a la patria lo en ellos invertido.
Lo contrario, exactamente lo contrario de lo que hay hoy en España.
Y, de pronto, la repugnancia hacia una casta política tan hondamente iletrada como la nuestra me devolvió al tiempo del asco. ¿Qué hemos hecho de nuestra política? Lo que se sigue de la masacre que hicimos con nuestra enseñanza. Nuestros parlamentarios son, muy mayoritariamente, analfabetos. Y no, no hay analfabeto bueno. Sócrates enseñaba –y Platón lo codifica– que ignorante y malo son lo mismo. Bástenos con hacer comparecer la imagen de un presidente plagiario. Y es ya demasiado tarde. De esta batahola de ignaros que aspiran al dinero rápido, no nos salvará ya nadie. Elegimos entre los peores especímenes de la sociedad española a aquellos que nos parecen menos peligrosos. Pero sabemos que a la política ha acabado yendo el deshecho de cada familia: aquellos que no sabrían ganarse la vida de un modo decente. Y, entre ellos, toda elección se reduce a la alternativa «malo / pésimo».
Los documentos que entregué esa mañana en los archivos existen porque existió este hombre, muerto sin dejar siquiera recursos a su familia para pagar los gastos de su entierro. Existen, porque la Escuela Normal Superior, que nació de su ley, sigue siendo el templo de la inteligencia que él quiso al servicio de una República que cabeceaba al borde del naufragio. Es lo que enorgullece al hombre que, en 1794, evocando los meses del Terror y de la guerra, alza su manifiesto ante la Convención. Y ante la Europa que nace. «La posteridad sabrá que, en medio de las tempestades de una revolución inaudita… elevasteis un templo inmenso, un templo eterno a todas las artes, a todas la ciencias, a todas las ramas de la industria humana».
Sólo una lápida de piedra porosa que el verdín horada. Sólo unas muy pocas y muy sobrias palabras. Hubiera bastado, en realidad, tan sólo un apellido: Lakanal. Lo que aquí nunca tuvimos.