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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Lo que no se dijo en el Círculo de Barcelona

No se acaba de asumir que la pomada amical con el separatismo jamás ha funcionado en España, solo ha servido para que avancen hacia su independencia

Actualizada 11:01

Hay países que disfrutan de la tranquilidad de una cierta uniformidad. Cuentan con una cultura y un idioma compartidos, que crean nexos muy fuertes, por lo que su unidad nacional, su propia existencia como país, no está en modo alguno amenazada (véase Japón, o Francia).

Sin embargo, otros tienen que lidiar con presiones separatistas y sopas de «hechos diferenciales». Tal es el caso del Reino Unido, cada vez más desunido, o de Bélgica, convertida ya en dos países por el odio enconado de flamencos y valones. España, por desgracia, soporta también el dolor de cabeza de unas pulsiones disgregadoras, ávidas de acabar con el viejo país existente para partirlo en nuevos y pequeños países.

¿Qué hacer para preservar la unidad nacional frente a una amenaza separatista? Simplificando, existen dos grandes recetas:

  • Una sostiene que lo adecuado es fortalecer la cultura y la lengua compartidas, que son junto a la historia lo que hermana a todos en un único país. En paralelo, resulta imprescindible mantener una firme y tenaz batalla política frente a los nacionalismos separatistas.
  • La otra tesis, que es la que adoptaron aquí los padres constituyentes del 78 y la que ha llevado a su extremo el PSOE, considera que la manera de evitar que los nacionalismos centrífugos acaben yendo a más es otorgarles muchas concesiones. Es decir: más autogobierno, reconocimiento y fomento de los idiomas locales, policía propia… Con más autogobierno se aplacarán las ansias rupturistas.

La historia reciente de España es la prueba fehaciente de que la segunda vía no funciona. A los nacionalismos centrífugos catalán y vasco se les ha dado todo, empezando por mucho más dinero que a los demás y llegando al extremo de que la seguridad allí depende de sus propias policías y de que se les ha permitido marginar en la educación la lengua oficial española. El poder autonómico lleva la manija de casi todo y la presencia del Estado se ha quedado en residual. ¿Y qué se ha logrado con ello? Pues un inmenso fracaso: un golpe de Estado en 2017, con la declaración de una República en Cataluña; un creciente extrañamiento –o más bien rechazo– hacia la idea de España y un gran crecimiento electoral del separatismo (en las pasadas municipales, el partido de ETA logró el 29,2 % de los votos y unido al PNV suman el 60,8 % en el País Vasco; eso es lo que ha logrado la política del «ibuprofeno» del PSOE).

Antaño había ministros eruditos. Uno era Romay Beccaría, mentor político de Núñez Feijóo. Romay tenía la bonita costumbre de obsequiar libros a sus interlocutores. En el cambio de siglo me regaló una obra de Ernest Gellner, británico de ancestros judíos checos y uno de los más agudos estudiosos del nacionalismo. No sé si a su pupilo Feijóo le pasó también aquel libro y si lo leyó. Yo lo hice, y con gran beneficio: «El nacionalismo engendra la nación, y no a la inversa», avisa Gellner a los despistados. Las naciones no son por tanto un hecho inevitable que data de la noche de los tiempos, sino una obra humana, fruto de una voluntad política tenaz. Para crear una nación se necesitan tres cosas, explica Gellner, «cultura, Estado y voluntad», entendiendo por la última la adhesión e identificación voluntaria con una patria común.

La gran argamasa unificadora para crear una nación es la cultura, término que engloba dos palancas capitales: el idioma y la educación. Los partidos nacionalistas de Cataluña y el País Vasco (y de Valencia, Baleares y Galicia) lo saben perfectamente. Por eso trabajan sin respiro en inculcar desde las aulas el idioma y la cultura locales. Con ello van cincelando una entidad diferenciada, que permitirá cuando la fruta esté ya madura alumbrar una nueva nación.

El clarividente Gellner señala también que en el afán de construir una nación «es posible que se hagan revivir lenguas muertas, se inventen tradiciones y se restauren esencias totalmente ficticias». ¿Les suena? Por supuesto. Es lo que están haciendo desde comienzos del siglo XX los nacionalismos vasco y catalán (y el gallego, aunque con menos éxito político, porque allí la gente es más cauta). Ese es el motivo por el que los hermanos Arana, los padres del PNV, se inventan una bandera para su nación, la «ikurriña», y le dan un nuevo nombre a lo que siempre habían sido las provincias vascongadas: «Euskadi» (término que ahora también utiliza el candidato del PP a presidente del Gobierno, al menos en Barcelona).

Me ha apenado el despiste intelectual y político sobre esta materia que ha mostrado Feijóo, que va a ser presidente de España a comienzos de agosto, en su alocución en el Círculo de Economía de Barcelona. Allí masajeó a una burguesía empresarial catalana cómplice del despropósito del «procés», alardeó de que él en Galicia cuando era presidente solo hablaba en gallego (lo cual equivale a ignorar a la mitad de los gallegos que solo hablan en español); y soslayó el desafío lingüístico antiespañol, que es real, pues en Cataluña –y el País Vasco– hay una lengua, el castellano, que siendo la más hablada está marginada en las escuelas por motivos políticos, hasta el extremo de que se han incumplido las sentencias firmes al respecto.

En los últimos meses he repetido esta pregunta a varios catalanes que se sienten españoles: ¿por qué le ha ido mal al PP en Cataluña en el arranque de este siglo XXI, por ser demasiado filonacionalista o por ser demasiado constitucionalista? La respuesta se repite: se hundieron en las urnas porque su postura frente al separatismo fue poco firme (amén de que curraban muy poco). El PP catalán de entonces –ay– le sacó adelante sus Presupuestos a Artur Mas poco antes de que lanzase el proceso rupturista.

Haría mal Feijóo en adoptar la línea comprensiva con el nacionalismo. La receta adecuada para salvaguardar la unidad nacional es la contraria: meter más España en Cataluña, no dedicarse a tocar la lira frente a un hecho diferencial que no busca más que partir nuestro país y que en un par de años va a estar montándole un nuevo golpe al flamante inquilino de la Moncloa (y no se lo montaron a Sánchez porque los indultó y les prometió una consulta en próxima legislatura).

Lo explicó muy bien el viejo zorro Tony Blair a los laboristas escoceses: no palanganeéis con el nacionalismo, haced todo lo contrario. Pero no le hicieron caso. Dejaron de confrontar con el SNP, se mostraron amables con los nacionalistas, y tuvieron su premio: se hundieron en las urnas por completo y los separatistas escoceses lograron su referéndum de independencia. Pues eso.

(Y perdonen que me haya alargado, pero creo que es un debate capital si queremos que a mitad de siglo continúe existiendo España).

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