A Paqui, la mujer de Eduardo Puelles
Valió la pena haber sido periodista aquella dura tarde del triste, muy triste verano de 2009
Edu se llamaba. Bueno, así le llamaba su mujer y algunos amigos. Cayó fulminado una mañana de junio de 2009. No lo mató una larga enfermedad ni un accidente de tráfico ni la indolente arbitrariedad de una guerra. Lo mató ETA. Dos días después del cobarde asesinato fui a Bilbao a entrevistar a Paqui, su viuda. Se presentó con su cuñado Josu Puelles en la cafetería donde habíamos quedado. Yo llegué un poco antes, muy poco, pero fue tiempo suficiente para sosegar el estremecimiento que sentía y la pena que me causaba la cita. Entró primero Paqui, siempre Paqui en mi recuerdo. Apareció con una foto de Edu y de ella enmarcada en un recuerdo de plata, de cuando eran una joven pareja, antes de que explotara su vida. Un etarra, Arnaldo Otegi, le había confesado unas semanas antes de ese aciago día de junio a Jordi Évole que no había que condenar a la banda, que había otras vías.
Hoy ha vuelto a mi memoria Paqui, cuando he recuperado las fotos que nos hicimos hablando, ante una taza de café, de las bestias que habían segado la vida de Edu, el mismo día que estrenaba zapatos y se ajustaba en la muñeca un reloj de pulsera con la exigua cuerda que le dejaron los amigos de Otegi, el hombre de paz de Zapatero y Pedro Sánchez. Y ha vuelto Paqui a mi recuerdo porque el viernes, a mediodía, se celebró un homenaje a Daniel Pastor, el animal que mató a su marido, un humilde policía de Bilbao. Los amigos de ese «gudari», los que siguen teniendo las manos manchadas de sangre de inocentes, le organizaron una comida popular para rendirle tributo por lo valiente que fue colocando una bomba-lapa en el modesto coche de Edu. Y ese almuerzo en el barrio de Rekalde se celebró porque Pedro Sánchez, Íñigo Urkullu y Juan Mari Aburto, alcalde peneuvista de Bilbao, lo permitieron. Esa es la pura verdad.
Diez días antes de esa humillante celebración, Paqui y Josu habían comunicado a la comisaría de la Ertzaintza su intención de recordar a Edu en el lugar en el que lo destrozaron. Sin embargo, tuvieron que cancelar el homenaje porque cuando llegaron vieron que el Ayuntamiento no había reservado el espacio para ello, y había coches aparcados junto a la placa en memoria del policía nacional. Nadie acotó el espacio, incluso puede que algunos alentaran la invasión para abortar el acto. Y el criminal llamado Daniel Pastor, cuya cara de bestia depredadora es inolvidable, se convirtió en héroe, y su víctima volvió a morir gracias a la inmoralidad de nuestros gobernantes.
Al asesino le jalearon con unos chiquitos, una buena carne, unas risas; la felicidad del mal. Al asesinado, a duras penas se le mantiene intacta su tumba, que los amigos de los pistoleros intentan profanar cada día. Este es el país en el que vivimos. Ni la Fiscalía, ni la Delegación del Gobierno (es decir, Pedro Sánchez), ni el Ayuntamiento de Bilbao han tenido a bien permitir a una familia que recuerde a quien quedó tirado en una calle por defender nuestra libertad y, sin embargo, autoriza que sus asesinos, representados por el partido con el que pacta nuestro presidente las pensiones y la memoria democrática, enaltezcan el terrorismo ante nuestras barbas, sin que eso suponga su puesta a disposición ante el juez en cumplimiento de la ley de víctimas, que prohíbe eventos de respaldo a terroristas con delitos de sangre.
En Arrigorriaga, donde vivían Josu y Paqui en un pisito de 90 metros cuadrados, ha vuelto a ganar una alcaldesa de Bildu, que tiene el mal tatuado en su cara. Allí la ley tampoco se cumple, como en tantos pueblos del País Vasco. Eso sí, ZP y Sánchez están muy orgullosos de esta y tantas claudicaciones del Estado ante ETA, del bien ante el mal, de las infinitas muertes de Edu y Paqui frente a las comilonas de las alimañas y sus acólitos. El sábado, por si era poca la ignominia, un grupo de proetarras se manifestó pidiendo la amnistía de este asesino en serie, que también acabó con la vida de Luis Conde de la Cruz.
Por esas Paquis a las que se les han secado las lágrimas frente a la indiferencia del Gobierno, valió la pena haber sido periodista aquella dura tarde del triste, muy triste verano de 2009.