¿De verdad puede ganar Sánchez?
Sánchez nunca debió llegar a la Presidencia, pero ahora demasiados creen que la puede conservar
Partamos de una premisa: Sánchez nunca debió ser presidente. Lo llegó a ser, y ahí se mantiene, por una falta de escrúpulos tan abyecta que no la limpia ni la legalidad aritmética, obviamente de su parte ahora. Pero no todo lo legal es justo, aunque solo lo justo tendría que ser legal, como sentencia el viejo aforismo de Montesquieu.
Y él logró el premio con una cadena de zancadillas, atajos, trampas y trucos impropios de un político decente: provocó repeticiones electorales, apuñaló a sus compañeros, presentó una moción de censura con nocturnidad y alevosía y aceptó el secuestro de sus socios, que ha convertido la Moncloa en un zulo, ilustre, pero zulo.
Con esos antecedentes, solo la absurda división del centro y de la derecha en tres marcas, complementarias a efectos de pactos pero dañinas para traducir mejor los votos en escaños, le permitió ganar limpiamente al final: una victoria legal que no acabó con la ilegitimidad de su Gobierno posterior ni puede hacer olvidar la cadena de mentiras preelectorales soltadas a los votantes, para que no temieran los pactos que luego suscribió.
Con las mejores circunstancias a su favor, Sánchez vale 120 diputados, que es el peor resultado obtenido nunca por un presidente en España, al nivel del que le llevó a Rubalcaba a presentar su dimisión como secretario general del PSOE, convencido de que esos números no le validaban ni para hacer oposición.
Desde entonces, todos conocemos mejor a Sánchez, a sus parejas de baile, sus mentiras, sus medias verdades, sus decisiones y su balance, que es un estropicio dentro de una ruina y envuelto todo en un escándalo.
Si el Sánchez menos conocido y con más capacidad de engaño, beneficiario además del absurdo regalo de dividir el voto entre PP, Vox y Ciudadanos y del beneplácito del votante progresista que le creyó su veto a Bildu y ERC, solo dio para los diputados del pobre Rubalcaba; ¿cómo va a poder crecer ahora que, además de conocerle, ha dejado a España como la habitación de un quinceañero tras un fin de semana con los padres fuera?
La lógica indica que si el Sánchez inédito daba para poco, el Sánchez ya manoseado no da para nada. Y que la concentración del voto opuesto en dos formaciones, con la dosis correcta para cada una de ellas, apunta a un resultado demoledor contra él, que ya se anticipó en las autonómicas del pasado mayo.
Todo el mundo sabe ya con quién va a pactar Sánchez y para qué, y si alguien tenía alguna duda ahí estuvo su rechazo a la propuesta de Feijóo de no bloquear al candidato más votado, que equivale a apostar por un nuevo Frankenstein más feroz y voraz.
Y también sabemos cuáles son las devastadoras consecuencias en todos los órdenes de ese perverso negocio entre los secuestradores y la víctima de una variante del Síndrome de Estocolmo: no les quiere, pero les necesita.
¿Cómo puede haber entonces la más mínima duda de qué pasara el 23 de julio? La recreación de un universo imaginario en el que, gracias a la propaganda, la remontada es viable, no explica del todo la sensación de miedo que empieza a recorrer a esa parte de la sociedad que clama por el cambio.
Y los abusos de Sánchez en tantas instituciones que, o bien pueden orientar a la opinión pública o bien controlan el correcto funcionamiento del Estado de derecho, alimentan ese pánico, algo anulado por su patético debate.
Pero la realidad objetiva es que, salvo que la pereza y el conformismo afecten a un número muy significativo de los votantes menos sanchistas, pero a la vez más proclives a la trampa de poner las Elecciones en un caluroso domingo de julio, el resultado es bien previsible: Sánchez se llevará una paliza democrática histórica, ganada a pulso y en realidad presente desde el mismo día en que fue candidato por primera vez y llamó «indecente» a Rajoy.
Nunca mejoró significativamente aquel estreno patético, y ahora, además, se le han acabado las trampas y requiebros que siempre hizo para disimular, a sabiendas, que España no le quería ni le quiere ni le querrá. Es el fin de Sánchez, el presidente que tampoco mereció un principio.