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HorizonteRamón Pérez-Maura

La lengua de Yolanda Díaz

El catalán es «un vaso de agua clara», en palabras de José María Pemán –que no era exactamente un rojo peligroso y que está hoy proscrito. Y al vascuence hubo que unificarlo en una octava versión que superara las diferencias entre los siete dialectos existentes, en muchos aspectos incomprensibles entre sí

Actualizada 01:30

Está visto que Yolanda Díaz, esta jefa comunista de boutique y peluquería, está falta de programa. Esta semana la hemos visto defendiendo el uso en el Congreso de los Diputados de cualquier lengua cooficial del Reino de España. Ya no saben cómo hacernos perder el tiempo, el dinero y la identidad nacional.

Decir que la pluralidad de lenguas es una riqueza cultural es más que cuestionable. La cultura también se transmite por el diálogo, por supuesto. Pero resulta elemental que cuantos más idiomas diferentes se hable, más difícil es dialogar y propagar la cultura. Si mi interlocutor y yo hablamos idiomas diferentes, difícilmente podremos comunicarnos. Y estoy seguro de que, cuando los representantes de Bildu y el PNV por un lado y los de Junts y ERC por otro negocian entre ellos, no recurrirían ni en broma a hacerlo cada uno en su legua autóctona. Ni aunque el Congreso de los Diputados pagara la factura de los traductores. Escogerían hacerlo en español que por más que les pese, es la lengua materna de todos. Y la que mejor hablan aparte del catalán o el vascuence, si fuera el caso. Y aunque fueran bilingües en inglés o francés, lo lógico es preferir la lengua madre. Yo soy bilingüe en inglés y español, rompí a hablar ambas lenguas a la vez y estudié mi bachillerato en inglés. Pero no querría tomar decisiones de gran trascendencia en ese idioma sin la asistencia de un traductor que pueda despejar dudas.

No niego que las lenguas regionales puedan ser una riqueza cultural, pero jamás de comunicación. La forma en que se ha impuesto el vascuence y el catalán ha sido para forzar un adoctrinamiento político incuestionable. El 13 de septiembre de 1992 yo iba en coche de Pamplona a San Sebastián acompañado de una periodista de la sección de Cultura de ABC que meses más tarde se convertiría en mi primera mujer. Paramos a comer en una tasca en la localidad navarra de Vera de Bidasoa. Recuerdo muy bien que al salir había unos niños de aproximadamente diez años jugando al fútbol en la plaza en la que habíamos aparcado el coche. Nos impresionó oír que todas las interjecciones que se gritan en el juego eran en vascuence. Salvo ¡gol! En ese momento comprendí que ese idioma iba a desbancar tarde o temprano al español. Y lo iba a hacer porque se promovía por razones de identidad independentista. Algo parecido ocurría en Cataluña, donde es mucho más fácil enseñar una lengua que tiene una raíz común. En ambos lugares se ha logrado imponer esa lengua y someter al español por la intención política que tiene esa imposición. Lo contrario de lo que ha ocurrido en Galicia.

Es bien sabido que en Galicia el gallego está tan implantado como el catalán en Cataluña. Y por más que ahora algunos se lo echen en cara a Alberto Núñez Feijóo, ésta es, en su origen, una política promovida por Manuel Fraga Iribarne, que no era un rojo peligroso ni un independentista –creo. Fraga tuvo la maestría de hacer del idioma una seña de identidad de todos asegurándose así que no se convirtiese en el signo del nacionalismo del Bloque ni de otras formaciones independentistas. Y Fraga, me dicen, hablaba un gallego lamentable.

El modelo de Galicia no ha sido posible en Cataluña y el País Vasco porque en ambos casos falta un partido de identidad nacional que haya sabido luchar contra el independentismo. No recuerdo que el PSOE lo hiciera en ningún momento en Cataluña y dejó de hacerlo en el País Vasco cuando desalojaron de la secretaría general del PSE-PSOE a Nicolás Redondo Terreros. El catalán es «un vaso de agua clara», en palabras de José María Pemán –que tampoco era exactamente un rojo peligroso y que está hoy proscrito de nuestro mundo cultural. Y al vascuence hubo que unificarlo en una versión que superara las diferencias entre los seis o siete dialectos existentes, en muchos aspectos incomprensibles entre sí. Ambas son lenguas que podían haber sido perfectamente aceptadas por todos los españoles. Pero han sido los sucesivos gobiernos de ambas regiones los que se han empeñado en convertirlos en señas de identidad antiespañolas. Anti todos nosotros. Y ahora Yolanda Díaz aspira a ser un referente forzando a todos los diputados del Congreso a ponerse auriculares cuando un miembro de la cámara decida emplear una de esas lenguas como forma de socavar la unidad de la nación española. Y a todos los españoles nos quiere imponer pagar un derroche económico perfectamente superfluo. Apuesto a que rara vez se utilizaría el otro idioma, sabiendo que el mensaje llegaría peor a casi todos los allí sentados. Y que todos seríamos conscientes de en qué se gasta nuestro dinero. Para nada.

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