La celada sanchista al Rey
El presidente en funciones ha puesto a toda su maquinaria gubernamental, con Chiqui Montero a la cabeza, para ahormar un pacto de perdedores
Cuesta creerlo, pero el posado de los Reyes con sus hijas en Mallorca, este año en los jardines de Alfabia, en la falda de la Sierra de Tramuntana, es hoy nuestra única escena de normalidad. Las sonrisas de los cuatro componentes del sello Real, sus bromas, su buen rollo, es el bálsamo infalible que nos reconforta después de un 23 de julio que ha horadado aún más las trincheras en las que Pedro Sánchez trata de enfrentarnos. Cuando escuchamos a Felipe VI sabemos que esté donde esté, hable de lo que hable, siempre tenderá un puente para que todos los españoles, sin diferencia de procedencia o estatus social, lengua, sexo o ideología, puedan transitar. Nunca marca diferencias, nunca nos enfrenta.
En medio del fenómeno paranormal de la política, la Familia Real es lo más normal que nos queda a los españoles en esta España que dejó de ser normal hace casi diez años, con la llegada de la nueva política, que era vieja, que era cainita, que era falaz. El Rey solo tuvo que elevar la voz una vez, el 3 de octubre de 2017, para reclamar la unidad de España. Y para ello se tuvo que dirigir indirectamente a Carles Puigdemont, el responsable de un golpe institucional fallido. Ahora el futuro de España pasa por ese golpista fugado: Sánchez lo quiere así para asegurarse cuatro añitos más de colchón monclovita.
Esa ya es en sí una anomalía estructural: que el Rey tenga que depender del caganet de Waterloo para ejercer su papel constitucional. Felipe VI no contaba cuando asumió el trono en 2014 que el segundo en el escalafón institucional sería un ser sin escrúpulos que trocearía la soberanía nacional y repartiría privilegios -que no derechos- a cambio de votos en el Congreso. Por eso, es inquietante la celada que le espera al Monarca en otoño: cumpliendo el mandato legal, tendrá que encargar el Gobierno a Feijóo o a Sánchez. El artículo 99.1 de la Constitución, muy inconcreto por cierto (los padres de la Carta Magna debieron tener prisa aquel día), establece que el Rey «previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria (…) propondrá a un candidato a la presidencia del Gobierno». Bajo esa premisa, Zarzuela se lo encargará probablemente al candidato más votado; en ese caso a Feijóo. Pero Su Sanchidad ya ha advertido desde su nueva forma de comunicación vía monólogos cómicos -no tan buenos como los de Leo Harlem, y sin ninguna gracia, dicho sea de paso- que aquí está él. Es decir: que se sentirá desairado si no es el elegido y el Rey se atiene a la tradición democrática de proponer al más votado.
Aunque nuestro jefe de Estado tenga más experiencia, la situación a la que se enfrentará a partir del próximo día 17, con la constitución de las Cortes, no es menos endiablada que en 2016 cuando le hizo el encargo primero a Rajoy, que declinó, y luego a Sánchez, que no obtuvo la investidura. Si viviéramos en un país serio, los dos grandes partidos llegarían a un acuerdo antes de meter en semejante aprieto al jefe del Estado. El presidente del PP lo ha intentado por carta, pero su oferta fue respondida con la displicente chulería sanchista, camino de Marrakech.
El presidente en funciones ha puesto a toda su maquinaria gubernamental, con Chiqui Montero a la cabeza, para ahormar un pacto de perdedores. En la interlocución con el Rey tendrá mucho que decir el futuro presidente de las Cortes, que los socialistas van a intentar por todos los medios que sea Batet u otro lacayo sanchista. Según el artículo 64 de la Constitución, el presidente del Congreso tendrá que refrentar al candidato propuesto por el Rey. Si a esto se une que muchos de los separatistas no van a acudir a las audiencias previas con el Monarca y que algunos grupos se guardarán el sentido de su voto hasta escuchar el discurso de investidura del candidato, la emboscada que se va a tender a Felipe VI en septiembre no tiene parangón en ninguna democracia occidental.
Una oportunidad de oro para que los enemigos de la Monarquía parlamentaria, con Sánchez a la cabeza, intenten arrastrar a nuestro único asidero institucional hacia el pringoso fango político en el que hozan.