Santa Fauna
De lo que hay que escribir para no hacerlo de nuestros políticos sinvergüenzas
Los jabalíes bajan a las playas de Marbella. No les asusta el gentío playero. Un lince ha sido visto en una calle de Úbeda. Los osos han cruzado el Deva y ya están en la Reserva Nacional del Saja. Los lobos se han adueñado de todo, desde los verdes norteños a las dehesas y páramos de Castilla, y son incontrolables. En Bruselas decidieron proteger al buitre, el negro y el leonado. En Bélgica, el país llano, «le plat pays» de Jacques Brel, un buitre es una extravagancia, pero en España son decenas de miles los que se cuentan. Como animalista me emociona la expansión de la fauna española. Pero también soy cazador. El cazador es fundamental para mantener el equilibrio de las especies, pero nos han colgado el cartel de asesinos. La cultura bambi nos domina, y los niños crecen creyendo que, Bambi, Dumbo, el Rey León, y los ratones de La Cenicienta, son seres reales. Lo que fueron seres reales son los miles de terneros, ovejas, cabras, cerdos, cervatillos, corcinos, y cabritos salvajes que son atacados por los lobos. El lobo es un animal grandioso, pero al paso que llevamos pronto nos obligarán a convidar a un lobo o a un jabalí a pasar la Nochebuena, como unos más de la familia, en los hogares españoles. Y ha crecido el número de adiestradores que esclavizan a los animales silvestres concediéndoles cuidados que niegan a los niños. Me informan que, en los límites de Asturias con la Montaña de Santander, se ha establecido un granjero que cría, educa y vende tortugas y galápagos amaestrados.
Gussie Fink-Nottle, formidable personaje de las novelas de Wodehouse, un despropósito de ejemplar humano, coleccionaba salamandras. Pasaba horas y horas observándolas. En el «Cui-Pin-Sing» de Agustín de Foxá, se habla de un domador de peces, de ciprinos dorados, los clásicos peces naranjas de los estanques. Álvaro Cunqueiro soñó en su día con granjas marinas en las bocas de las rías rebosadas de lampreas, que a mí, personalmente, y excusándome como es menester, me dan muchísimo asco. En la Feria del Libro de 1994, una señora se acercó a la caseta en la que firmaba mi último libro. Llevaba en su regazo un cerdito, un cochinete vietnamita. Bicho horroroso. Me pidió que le dedicara el libro al cerdito. «Se llama Boabdil». Me explayé. «A mi querido amigo y lector Boabdil con un abrazo muy afectuoso». La señora lo leyó y comentó malhumorada. «Eso se lo escribe usted a todos». Pero nada se puede acercar al papagayo santo de los Robinson.
Steven Robinson trabajaba como alto ejecutivo en unos laboratorios de Madrid. Su mujer, Stephanie -Steffy-, MacCormarck , se ocupaba de «Banana» el querido papagayo del otoñal matrimonio. Un «arará arará» amazónico azul y amarillo de precioso plumaje y amable temperamento. Sus vecinos en el Parque Conde Orgaz, españoles, se llamaban Fonseca Bulnes, del comercio. Tenían una perra Cocker, «Troya», también amabilísima aunque mordía con frenesí a los carteros y los repartidores a domicilio. Tomaban el aperitivo nocturno en su jardín, cuando Troya apareció llevando entre sus fauces el cuerpo inerte de «Banana», el papagayo de los Robinson.
Horrorizados, aguardaron a que los Robinson apagaran las luces. Y el señor Fonseca, saltó la pequeña valla que separaba las dos propiedades con el cadáver de «Banana». Ahí estaba la gran jaula, vacía, obviamente. Y Fonseca depositó a «Banana» en el suelo de la jaula, y con evidente y lógica agilidad, retornó a su casa. Todo, para librar de responsabilidades a «Troya».
Eran las 7 de la mañana, cuando oyeron unas canciones de júbilo. Se interesaron por ellas y se asomaron al jardín vecino. Los Robinson cantaban y miraban a los cielos. Se dieron los buenos días, y Robinson, con los labios temblorosos y las lágrimas a punto de cauce, les explicó el milagro. «Ayer falleció «Banana» repentinamente. Lo enterramos en el jardín. Y hoy por la mañana, «Banana» ha aparecido en su jaula, su querida jaula. Se trata de un milagro. «Banana» nos ha dicho que quiere descansar en su jaula».
Al narrar el escalofriante suceso a su presidente de los laboratorios, Robinson fue llevado ante un psiquiatra que le recetó una macedonia de pastillas tranquilizantes hasta que se volvió rematadamente loco. La viuda viajó por carretera hasta Calais, allí embarcó en el «ferry», y amaneció en Dover con la jaula y los restos mortales de «Banana». El papagayo está enterrado en un pequeño cementerio de Statford, con la siguiente inscripción en su tumba: «Aquí yace «Banana», Manaos 1981-Madrid 1995. Santo papagayo».
De lo que hay que escribir para no hacerlo de nuestros políticos sinvergüenzas.
Pero no olvide que los animales, por maravillosos que sean, siguen siendo animales. No hay Santa Fauna.