El relato de Puigdemont
Con la sola admisión a trámite de esas demandas, habrá logrado su objetivo: persuadir a la opinión pública internacional de que él y su banda son presos políticos porque la Constitución española no es la de una democracia con todas las garantías
Aquellos que un día –con toda la razón– vociferaron airados, de mitin en mitin y de tertulia en tertulia, contra la amnistía fiscal de Cristóbal Montoro, aquellos que se colgaron las medallas cuando el Tribunal Constitucional declaró la ilegalidad de la dádiva por la que tanto crédito se dejó en el camino el gobierno de Mariano Rajoy, hoy derraman sus parabienes sobre la amnistía penal que reclama el fugado Carles Puigdemont. Si evadir capitales era entonces casi equiparable a un delito de lesa humanidad, hoy resulta aconsejable perdonar al que pretende expulsar a los españoles de una parte de su territorio nacional, despojarlos de sus derechos constitucionales y malversar caudales públicos. La caridad con el sedicioso resulta para estas gentes aconsejable, hasta el punto de considerarla ajustada a la letra de la Carta Magna, porque persigue, a su juicio, un bien más elevado: la convivencia y el progresismo. Con ellos, sin necesidad de que Pedro Sánchez mueva un sólo dedo, el innoble expresidente de la Generalitat ha ganado ya la primera batalla. Nunca contó en su haber con tantos aliados.
Su primera premisa, antes de sentarse a negociar, es el respeto al independentismo. Se lo dan los juristas que, contados con los dedos de una mano, garantizan la presunta legalidad de la amnistía. Son los suficientes para que el resto de la clac tome buena nota y pueda hacerse eco de sus consignas. Lo bendice, con su visita a Bruselas, convenientemente documentada para la prensa, la televisión y la posteridad, toda una vicepresidenta del Gobierno de España. Algún día nos tendrá que explicar Yolanda Díaz por qué un beso merece una dimisión –y, si es forzado y, por tanto, ilegal, la merece–, cuando el asalto a una consejería, el mal empleo del dinero público, una declaración unilateral de independencia inconstitucional y una conducta abierta y continuadamente xenófoba gozan del privilegio de que el mismísimo Palacio de la Moncloa organice una embajada para visitarte en tu propia casa.
Blanqueado al personaje, llegará el resto. Paso a paso, una vez la opinión pública esté suficientemente confundida o convencida. El presidente en funciones sabe que las resistencias en Ferraz son hombres ilustres del pasado, titular de un día. Aparecerá el relator y la invocación a los tratados internacionales, como única fuente de legalidad que exige el fugado. Con la sola admisión a trámite de esas demandas, habrá logrado su objetivo: persuadir a la opinión pública internacional de que él y su banda son presos políticos porque la Constitución española no es la de una democracia con todas las garantías. Si la BBC compró durante años la mercancía de los etarras, denominándoles «separatistas vascos», qué no habrá de decir cuando llegue la hora del inexistente y falsario «derecho a decidir».
El que gane la batalla de la comunicación, habrá vencido en la partida. Una vez destruida la imagen constructiva de la Transición, una vez demonizada la Carta Magna, a Puigdemont no le quedará mucho más que pedir. El referéndum vendrá servido en bandeja de plata.