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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Simpatía por los viejos y arrugados Stones

Podían estar viviendo de rentas bajo una palmera en una dacha suntuosa, pero con ochenta años a cuestas prefieren seguir trabajando. No es mal ejemplo

Actualizada 13:54

Vaya por delante que a una mala este articulillo puede costarme el puesto, pues desde hace lustros mantengo una discrepancia musical con nuestro director, Bieito Rubido, sobre la valía de los Rolling Stones. A mí me gustan, qué le vamos a hacer. Pero digamos que él discrepa un tanto: «El batería era un tamborilero, los guitarristas no saben tocar y el cantante no canta», ha resumido alguna vez. Son apreciaciones que no cabe refutar por completo… y sin embargo, cuando se juntan, sucede la frase de Galileo, «eppur si muove». El producto final mejora la suma de las partes y de manera extraña la cosa funciona. Tienen pellizco, que dirían los flamencos. Un sello único.

Una de las grandes preguntas del siglo XX fue: ¿Beatles o Stones? Soy de los primeros. Me parece que aportaron bastante más ingenio creativo y un mayor número de clásicos. Pero los Rolling Stones también me gustan, y llevo tantas décadas escuchándolos de cuando en vez y leyendo sobre sus peripecias que hasta les he cogido cierto cariño.

Cuando yo vivía en Londres, Charlie –el batería fallecido en 2021– compraba el periódico en un quiosco detrás de mi casa, en la frontera de Chelsea. Nadie diría que vivía de aporrear la batería. Transitaba como un caballero enjuto de tupé albo, vestido con un largo gabán impecable de color azul marino. Bajo el brazo portaba el tocho del Sunday Times como si fuese un escudo, y no era difícil imaginarlo zampándoselo entero en una tarde de invierno dominical a la vera de una buena lumbre.

Un domingo de primavera resplandeciente, paseando por Holland Park, tal vez el parque más encantador de Londres, mi mujer me dijo: «Ese que viene ahí enfrente me parece que es uno de esos que te gustan a ti». El susodicho resultó que era Ronnie Wood, el benjamín de los Stones (hoy de 76 tacos), un músico salido de una familia de lo que llaman en Inglaterra «los gitanos de agua», nómadas que vivían en las barcazas de los canales. Ronnie, bastante descangallado bajo la inclemente luz diurna, caminaba con un matrimonio de su quinta y con una rubia que podía ser su hija. Pero eran sus suegros y su tercera mujer, a la que lleva 31 años. «Uff, está hecho papilla», me comentó la mía. Y era cierto. Pero el flaco pájaro loco aguanta, todavía al pie del cañón.

Mick Jagger, que es sir, y Keith Richards, que nunca lo será, fueron niños de la posguerra mundial criados en Dartford, 29 kilómetros al sureste del centro de Londres. En su infancia jugaron en las ruinas de los bombardeos del blitz de Hitler y cantaron en el coro de sus iglesias (Keith incluso en Westminster, delante de la realeza). Asistían al mismo colegio, pero eran de clases levemente diferentes. Richards era hijo de un obrero fabril y de abuelos laboristas. El padre de Jagger era un profesor de gimnasia que aparecía a veces en la BBC y su madre era una peluquera de corazón tory. A Richards lo expulsaron pronto del cole y acabó en una escuela de arte (fumando y tocando la guitarra). Jagger iba por la ruta seria y llegó a matricularse en la London School Economics.

Lo que unió a los dos niños fue su amor por el blues de los negros estadounidenses. La mitología dice que tras años sin verse se reencontraron en la mañana del 17 de octubre de 1961, en la plataforma 2 de la estación de Dartfortd, donde hoy lo conmemora una placa. Uno iba rumbo a su universidad con unos discos de blues bajo el brazo. El otro a su escuela de arte portando una guitarra eléctrica. Fue un flechazo artístico, y aunque a veces se han odiado y han estado al borde del divorcio, como todos los matrimonios dilatados, ahí siguen. Este viernes editaron un nuevo disco, Hackney Diamonds, que aunque está trufado de los trucos de siempre y recurre a hallazgos de antaño, probablemente sea lo mejor que han grabado en los últimos 30 años (Mario de la Heras, crítico de El Debate, lo ha puesto por las nubes). No está mal para unos octogenarios que en la década de los setenta abusaron de todo lo abusable. Desde luego se les ve con más energía que a Joe Biden.

Los Rolling Stones son hoy en cierto modo una clínica sanitaria que hace conciertos masivos (y excelentes). Richards se cayó de un cocotero en las Fiji en 2006 y se partió la crisma, literalmente. Además tiene los dedos como salchichas por la artrosis, lo cual no parece lo idóneo para tocar la guitarra con finura. Ronnie ha superado un cáncer. El aparentemente irrompible, deportista y saludable Sir Mick tuvo que someterse en 2019 al recambio de la válvula de la aorta. Con tales antecedentes, y con el pastizal que atesoran, cualquiera de nosotros con ochenta tacos encima se tumbaría a la bartola bajo una palmera en una dacha suntuosa. Pero estos ingleses arrugados, flacos y con raros caretos de guiri quieren seguir currando. Están en las antípodas de las blandas Generaciones Copo de Nieve de hoy en día, que se derriten ante la perspectiva de trabajar duro y mientras el cuerpo aguante.

En su último disco, los diablos de antaño hasta entonan un pequeño góspel, donde piden a las alturas que ningún niño pase hambre y que «los dulces sonidos del cielo» manden sobre la Tierra. ¡Todavía va a resultar que se han vuelto buenos! O que en realidad nunca fueron malos. Al fin y al cabo, todos somos pecadores. Aunque ciertamente Keith Richards trabajó con tenacidad durante unos años por entrar en el Libro Guinness del gremio.

El mundo será un lugar más aburrido cuando ya no haya Rolling Stones. Por mí, que sigan hasta los noventa...

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