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VertebralMariona Gumpert

La muerte del artista

Hace una semana se le concedió la eutanasia a una joven holandesa que arrastraba una depresión profunda desde hacía años. El trabajo de los terapeutas consiste en que el paciente confíe en que ese dolor llegará a desaparecer

Actualizada 01:30

En la novela de Dostoievsky «Los demonios» uno de los personajes anda obsesionado con el suicidio. No con el suicidio como fruto de una depresión, sino como único gesto de suprema libertad: él no decidió nacer, no escogió vivir, pero sí tiene control sobre su propia muerte. El escritor ruso, mucho antes que los pensadores nihilistas, tiene la habilidad de anticiparlos: la condición de posibilidad de toda libertad es existir, por lo que habrá personas que llegarán a considerar la auto aniquilación como el más alto grado de libre albedrío. Es el «seréis como dioses» llevado a la práctica en todos sus aspectos: sólo Dios puede otorgar la vida material y sólo a Él le corresponde ponerle fin. Si la desobediencia en el Edén nos expulsó a un valle de lágrimas, el querer ser como dioses en el tema de la muerte voluntaria lo único que consigue es acabar con toda libertad: quien no existe, no elige.

Hace una semana se le concedió la eutanasia a una joven holandesa que arrastraba una depresión profunda desde hacía años. No fue la primera, en 2019 ya murió en Holanda una joven de 17 años por este mismo «procedimiento». Resultaría irónico si no resultara tan trágico: cualquiera que haya padecido algo tan profundamente doloroso como es una depresión mayor sabrá que lo que más anhela el enfermo es desaparecer, morir. Con una puntualización muy importante: el deseo de morir surge porque lo que se anhela es acabar con ese sufrimiento insoportable. El trabajo de los terapeutas consiste en que el paciente confíe en que ese dolor llegará a desaparecer. En general ésa es la labor de cualquier profesional de la salud.

Es en estas puntualizaciones donde nos jugamos cómo enfocar muchos de los temas que, por desgracia, se están poniendo de moda como si fueran lo más natural del mundo. El aborto, como sabemos, es uno de ellos. Siguiendo la analogía de la eutanasia por sufrir depresión, el aborto es algo parecido a querer solucionar el paro eliminando a las personas que se han quedado sin trabajo (por cierto, es una de las causas de suicidio en varones, pero como no son mujeres el tema no se toca). Hay que poner fin al sufrimiento, a los problemas, no a la vida de la persona.

En todo caso, no creo estar contándoles nada nuevo a la mayoría de ustedes. Lo que ha motivado que escriba sobre esto es que hay quien está subiendo un escalón más en la cultura de la muerte: Abel Azcona, auto proclamado artista, planea hacer de su propia muerte -entiendo que suicidio- un acto de performance «artístico». Una de sus motivaciones, expone, es que a él negaron el derecho a no existir hasta en tres ocasiones. Por lo visto, sus padres eran drogadictos e intentaron abortar varias veces sin éxito. No son condiciones óptimas, nadie lo negará, para venir al mundo. No seré yo quien juzgue la vida que ha tenido y en qué medida le ha llevado a ser quién es y a pensar lo que piensa. A título personal sólo me inspira compasión y tristeza, y eso que para otra de sus performances consistió robó hasta en doscientas ocasiones hostias consagradas en misa (por cierto, ¿qué tiene de artístico ofender las ideas religiosas más sagradas de otras personas?).

Ignoro si es una persona profundamente dañada o si vive del cuento (lo sabremos si cumple su promesa de matarse dentro de un año). Lo más seguro es que sean las dos cosas, en la vida no todo es blanco o negro. En todo caso, insisto, no seré yo quien lo juzgue. Se odia el pecado, se ama al pecador. Rezaré por él.

Lo que sí me resulta preocupante es que Azcona tiene su público. No sólo no somos conscientes del valor infinito de la vida humana: consideramos arte su destrucción. Siendo conocedora de las ideas filosóficas en boga desde hace un siglo, no me parece un misterio que hayamos llegado a estos niveles de banalización del mal. De un tipo distinto del que nos hablaba Hannah Arendt, pero mal banalizado, al fin y al cabo.

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