La historia de amor de Pedro
En una semana ha amnistiado a su mujer, a Puigdemont y a sí mismo: ahora viene lo mejor
Pedro Sánchez quiere hacernos creer que no está secuestrado y que lo suyo con Puigdemont es una historia de amor, tan bonita como la que mantiene con Begoña Gómez, «la presidenta», según la acertada definición de Patxi López, a punto de someterse a un trasplante de rodillas, y quien sabe si otro de íleon, tras cumplir eficazmente con su misión mamporrera.
El socialista hace planes con el prófugo, como si cada noche se llamaran para elegir dónde pasar el fin de semana, qué ver con los niños o dónde celebrar otra luna de miel.
- Cuelga tú, Carles.
- No no, cuelga tú, cari.
La realidad es que Sánchez está encerrado voluntariamente en un zulo y un bulo, por donde solo entra un tubo con oxígeno, una bandeja con el rancho y una nota de su captor con las condiciones del rescate. Y cuando se le olvida que es un rehén, abren la puerta del calabozo y le dan una paliza para refrescarle la memoria.
En una semana, además de arrastrar la imagen internacional de España salvo para Zapatero, que es la meretriz política del Cártel de Puebla, Sánchez se ha amnistiado a sí mismo y a su esposa, con un único argumento: pedirle explicaciones, esperar que enseñe pruebas, exponerle hechos documentados, criticarle o imputar a su señora es, por definición, un acto fascista. La verdad es facha, y punto.
Y también ha amnistiado a quienes, aunque sean detestables, tienen firmes principios e interpretan a la perfección la situación: saben que la única manera de lograr la independencia es legalizarla por la puerta de atrás con un Gobierno que les debe su existencia.
Y no pierden un segundo en disimularlo: al medio minuto de que cualquiera de las ovejas del PSOE balara que la Ley de Impunidad acababa con el «procés», la rubia de Junts, el barbas de ERC y el gordito de Bildu recordaban que la amnistía es el principio de la fractura, y no el final del enfrentamiento.
Decirlo así, sin anestesia y en su cara, es una buena manera de acabar con la propaganda del Régimen, que es la única máquina del fango existente: convierte la imputación de Begoña en una conspiración de un juez y presenta la compraventa de voluntades con el separatismo, negociada a escondidas en Suiza o en Sicilia, como si fuera la Conferencia de Yalta para acabar con la segunda guerra mundial.
Puigdemont invistió a Sánchez porque sabía que sus principios guardaban una relación inversamente proporcional con su ambición. Y que mucho de los segundo y poco de los primeros garantizaban el éxito de los catalibanes.
Ahora, toda la flexibilidad que Sánchez ha mostrado con los enemigos de su país y con la corrupción doméstica se convertirá en coacciones contra quienes le señalan, para borrar las huellas de sus crímenes y acabar con los testigos.
Un individuo que tiene a su mujer haciendo negocietes siempre en la trastienda del Gobierno, abusando de su condición para abrir puertas y mantener contactos y que, cuando la pillan con el carrito del helado ordena ajusticiar al heladero, está dispuesto a llegar hasta el final.
Y esa meta será la independencia para los socios, con un leve hilo de conexión con el Estado para eternizar a Sánchez investidura tras investidura, y la represión para los adversarios con toga, pluma o escaño.
Sánchez es un traidor congénito, cuyo único mérito ha consistido en atreverse a atropellar a una anciana en un paso de cebra y robarle la cartera, el reloj y la compra. Y ahora, además, es un traidor violento que ya ha empezado a poner en una diana a todo aquel que se atreva a recordarle lo que es y lo que hace. No es un relato de amor, es una película de terror.