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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Diez años del despido del Rey Juan Carlos

El Monarca fue la primera víctima del populismo que, lejos de calmarse, se ha impuesto como sistema político en España

Actualizada 01:30

Se cumplen diez años de la abdicación del Rey Juan Carlos y el consenso es casi unánime: gracias a esa operación se salvó a la Corona. Y con ello al Estado, cuando no a la propia democracia. Ésta es la mejor versión de aquella decisión, acatada por el afectado e impulsada al unísono por el Gobierno y la oposición, con una jugada política y jurídica supuestamente brillante que permitió la salida del padre y la llegada del hijo sin romper la vajilla.

Pero eso mismo, la sensación aceptada por casi todos de que, de no haberse marchado, se hubiera puesto en peligro el propio sistema, es la mejor prueba de que aquello fue un acto de cobardía que, lejos de calmar a los enemigos del «Régimen del 78», les dio la fuerza que no tenían y la legitimidad de la que carecían y carecen aún hoy, cuando definitivamente se han hecho con el control de la nave.

Hacer abdicar a un Rey con un currículum de servicios a su país que nadie más puede presentar ni presentará en el futuro ya es, en sí mismo, sorprendente. Y hacerlo por sus evidentes problemas de ejemplaridad, en un país que hoy preside el esposo de Begoña Gómez, hermano de David Azagra, compañero de Koldo García y socio de Puigdemont, Otegi y Junqueras a la vez; resulta simplemente hilarante.

Es cierto que el primero de los españoles no puede ser el último de los contribuyentes. Y también que no resulta precisamente edificante su afición a las damas indiscretas. Pero todo ello no ha tenido consecuencias penales y solo tuvo o tiene efectos públicos expansivos por el iracundo sometimiento del personaje a una lupa constante que, vaya por Dios, se vuelve ciega en tantos otros casos infinitamente más graves.

A Juan Carlos I, que con todos sus errores es un gigante de la democracia en un país de pigmeos de la revolución y la fractura, lo echaron porque era el símbolo y baluarte de una Transición y de una democracia amenazadas entonces y hoy al borde ya de la desaparición.

Nada mejor para denigrar aquella obra que derribar a su autor, y la respuesta acobardada de quienes debieron resistir, pero actuaron con temblor de piernas, fue la de entregar una ofrenda a los nuevos dioses del populismo para ver si así calmaban su sed de sangre. Y solo la reforzaron.

Churchill le dijo a Chamberlain la frase que nadie pronunció en España hace una década para advertir de las consecuencias de servir la cabeza del Borbón en bandeja de plata: «Se te ofreció poder elegir entre la deshonra y la guerra y elegiste la deshonra, y también tendrás la guerra».

Y eso tenemos: guerra y deshonor, a la vez. Porque la demolición de una España razonable, constitucional, respirable y unida que se inició con el destierro del Rey no ha dejado de avanzar a ritmo de fragata militar desde entonces, con el nacionalpopulismo de Pedro Sánchez y sus aliados independentistas bombardeando cada referencia, institución e hito de la joven democracia española para sustituirla por un engendro donde cada parte puede implantar un modelo a la carta adaptado a sus necesidades.

Una especie de republiqueta confederal y norcoreana en el caso de Sánchez, caracterizada por el mando único caciquil, la anulación de la separación de poderes y la persecución de la disidencia. Y una suerte de miniestados feudales en Cataluña, País Vasco y a este paso Navarra, donde partidos supremacistas y aldeanos imponen su monocultivo medieval a cambio de mantener vivo, con respiración asistida, a un presidente con ínfulas absolutistas.

Que a Juan Carlos I lo echaran primero y lo desterraran después fue la manera de acabar con la Transición y abrir un periodo constituyente por la puerta de atrás, apelando a las sombras que obviamente proyectó en una vida, sin embargo, plagada de luces que nadie supo defender, aquejado por un pánico blandengue hoy ya incurable.

Y si en lo institucional aquel despido fue un clamoroso error, decisivo para dar barra libre al populismo importado por Pablo Iglesias pero multiplicado hasta el infinito por el líder del PSOE; en lo estrictamente personal fue, visto el caso con perspectiva, un acto de cobardía perpetrado por una generación política devorada a continuación por los niñatos que percibieron su miedo, tomaron nota y les ejecutaron sin piedad también.

Porque tiene bemoles que al hombre que de algún modo engañó a Franco, se saltó a su padre para recuperar la Monarquía y cedió a continuación todo el poder con una impecable operación pacífica de respeto a sus paisanos no le defendiera nadie un poco, sin negar sus excrecencias, al modo en que Sánchez por ejemplo defiende a su mujer.

Ahora sufrimos a un tipo que se fugó cinco días con la esposa imputada ya y reapareció, sin dar ninguna explicación, para lanzar una amenaza a los jueces, a los periodistas y a sus adversarios políticos, señalados todos con un dedo acusador impropio de un demócrata decente.

Hemos pasado de escucharle a un Rey una petición de perdón, respondida con una ejecución pública ejemplarizante; a tragarnos la carta de amor de un Romeo de polígono dispuesto a pasarse por la piedra al Estado de Derecho para proteger a su Julieta de saldo. Y todavía alguno sostiene, el muy Chamberlain, que aquello fue una jugada maestra.

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