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08 de septiembre de 2024

Enrique García-Máiquez

Que lo pague Hacienda

A veces en la Iglesia en general sobra preocupación porque marquemos o no la X y se echa de menos cierta preocupación por un sistema recaudatorio que pone límites muy estrechos al ejercicio de la caridad libre

Actualizada 01:30

Aunque llegaba derrengado de una semana de cierre de curso agotadora y había tenido una tensa comida de trabajo ese mismo día, acudí a la cena benéfica para recaudar fondos para restaurar la iglesia principal de mi pueblo. Ganas, no tenía ninguna, pero sí preocupación por el deterioro de un monumento bellísimo, sacro, histórico e íntimo.

En su discurso motivacional, el arquitecto insistió mucho en que actos como ése en el que estábamos no sacan dinero más que para hacer pequeñas reformas menores. Si se quiere hacer una intervención de importancia, tendrán que involucrarse las administraciones. Lo importante era –recalcó– contar con el favor de los políticos. Había que presionarlos para que se implicasen, nos azuzó. Sin ellos, nada.

Luego empezó la frugal cena. El margen de lo benéfico consiste en pagar como para una cena pantagruélica en el mejor restaurante, pero limitarse a tomar de pie algunos aperitivos, mientras se saluda –eso sí– a unos y a otros, y se compran tiras y tiras de papeletas para un sorteo. Me parece, en líneas generales, un buen sistema, aunque nadie me había avisado antes de que servía para muy poco. Vaya. Saberlo me llenaba de cierta melancolía.

Hubo un momento en que la corriente de los saludos aleatorios me permitió conocer al arquitecto. Le agradecí su trabajo y le felicité calurosamente por la enorme sinceridad de hacer tanto hincapié en que sólo el Estado podía salvar la bellísima iglesia. Es irremediable, me lamenté, porque la rapacidad fiscal deja a la sociedad civil sin recursos para emprender obras públicas por suscripción popular o donativos importantes. Entre pagar impuestos y sobrevivir se nos va el sueldo, por ese orden. Recordé algunos monumentos y obras benéficas que nuestro pueblo tenía de cuando los vecinos podían echarse a sus espaldas la construcción de hermosos hospitales, plazas de toros espectaculares o conventos hondísimos.

Al arquitecto, en cambio, le parecía muy bien –me cortó– que pagásemos impuestos. No le gustaba mi argumento. Un poco para facilitarme una retirada afable, le comenté que el problema no son los impuestos, oh no, sino sus dimensiones confiscatorias. A él le parecían muy bien sus dimensiones, y quizá estuvo en un tris de decirme que pagábamos poco. En cualquier caso, me soltó la frase de rigor: «Ojalá pagase yo muchos impuestos porque eso significaría que gano mucho». Ya. Pude matizarle que eso significaría que «produce mucho», pero se me adelantó para añadir que, si se pagasen menos impuestos, la gente, que es muy egoísta [sic], se metería el dinero en su bolsillo. E hizo el gesto de embolsárselo.

Pude sentirme aludido, pero le recordé al vizconde de Tocqueville que conoció a un señor que se negaba a socorrer a su propio hijo porque pagaba tantos impuestos que consideraba que el deber de la beneficencia había recaído en el Estado. Por un hijo, uno debe hacer lo que pueda y lo que no, pero, en el resto de los supuestos, sí se cumple la profecía de Tocqueville. Si no queda dinero para ayudar a nadie, no se puede hacer nada más que acudir, como mucho, a alguna cena frugal (con resultados frugales).

En el caso de mi interlocutor se veía que era, como mínimo, keynesiano; o quizá solo es un pragmático que ve más hacedero llamar a la puerta de las administraciones por si dejan caer algo que soñar con cambiar el sistema fiscal. Pero el problema sigue latente. A veces en la Iglesia en general sobra preocupación porque marquemos o no la X y se echa de menos cierta preocupación por un sistema recaudatorio que pone límites muy estrechos al ejercicio de la caridad libre –la única que es caridad– y a la libertad y a la independencia de las familias. De esto ¿quién protesta? Yo hice el intento. Ya no compré más papeletas esa noche.

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