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08 de septiembre de 2024

Enrique García-Máiquez

Católico pidiendo

Conozco jóvenes brillantes que se califican a sí mismos políticamente solo como «católicos». ¿Se equivocan? No. Responden de frente al tiempo que les ha tocado afrontar

Actualizada 01:30

La mayoría de los católicos comprometidos querríamos no ser católicos en política. La frase es bastante ambigua. A posta, porque quiero que esta columna consista en explicarla. Un católico es y quiere ser católico, en verdad, en todos los órdenes de su vida. Como escribe Miguel d’Ors: «Católicas mis manos, católica mi frente,/ católica mi forma de escribir este verso,/ católicos mi vientre, mis noches, mis heridas,/ la risa con que miro el tamaño del tiempo;/ católico en Logroño, católico cenando,/ en octubre, desnudo, sonándome, en français;/ católico pecando, católico pidiendo/ perdón por mis pecados […]». ¿Entonces?

Lo que querríamos la mayoría de los católicos comprometidos es que serlo no fuese una postura de estar en política, sino, como reclama el poema de d’Ors, una manera de estar en todas las posibles posturas, tanto políticas como apolíticas. Esto es, que en la vida pública hubiese un consenso sobre principios básicos, que no son exclusivamente católicos, tales como la defensa de la vida, una solidaridad básica, la libertad de educación, la dignidad de la familia fundada en el matrimonio… Con esas premisas, la disparidad de opiniones entre los católicos sobre la recta administración de la cosa pública y la búsqueda del bien común se mostraría inmensa. Todo lo inmensa que es cuando podemos permitirnos no luchar a vida y muerte por la vida. No habría «una» postura católica.

Hoy, sin embargo, a los católicos no nos queda más remedio que o ser inconsecuentes con nuestra fe y meterla en un armario o significarnos en política como tales, porque el asalto antropológico y civilizatorio de la política postmoderna va dirigido sistemáticamente contra esenciales de la Humanidad que, para los cristianos, son innegociables. El aborto de menores sin permiso paterno, los asaltos a la libertad de enseñanza, la memoria histórica impuesta por decretos, etc. Puede haber y hay no católicos que defiendan esas trincheras éticas, pero por desgracia no son los suficientes para que hoy por hoy se desdibuje la identificación del catolicismo con estas posturas. Tampoco hay margen para discutir estrategias y modulaciones para la defensa, porque hay que hacerla con todo, siempre y ahora.

Es una lástima por el estado general de la nación; pero también por las confusiones que conlleva. Conozco jóvenes brillantes que se califican a sí mismos políticamente solo como «católicos». ¿Se equivocan? No. Responden de frente al tiempo que les ha tocado afrontar. Yo también me considero «católico» en ese sentido civil, aunque, si bajásemos a las soluciones concretas en las que debería consistir una política sensata, discreparíamos bastante entre ellos y conmigo, como es lo sano. Seríamos de partidos muy distintos y pueden serlo nuestras simpatías, pero nada más.

Una segunda consecuencia, los católicos vamos buscando como agua en el desierto al no católico que nos haga un guiño político, aunque sea a medias, porque nos urge demostrar que nuestras inquietudes no son confesionales, como no lo son. Eso responde al básico ejercicio político de ampliar los apoyos, pero también a un elegante afán por no acaparar una lucha que es noble y que debería ser de todos, parece, sin embargo, a los ojos del público en general como una falta de confianza de los cristianos en sus propias posturas. Como si tuviésemos que ir mendigando limosnas de acuerdos tangenciales para autoafirmarnos un poco.

Por último, esa identificación indeseada pero inevitable de unas posiciones políticas con unas creencias religiosas dificulta bastante que gente muy buena que no tiene fe se signifique. Son cosas de sentido común, que las personas corrientes quieren para sí y para su familia y que harían una sociedad mejor, pero la sombra de una identificación confesional frena muchos apoyos. Así estamos.

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