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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

El hombre común

La democracia no consiste en unanimidad ni en acuerdo, se trata de convivir cordialmente con quienes no piensan como nosotros

Actualizada 01:30

La democracia favorece el gobierno del hombre común. En cierto modo, consiste en él. Uno de los dos parlamentos británicos se llama Cámara de los Comunes. No hay nada malo en ello, pero tampoco es conveniente ir demasiado lejos por ese camino. Que una ministra del Gobierno aplauda en las Cortes como si diera palmas en un tablao puede resultar gracioso. O que brinque en el balcón de su partido como adolescente en discoteca también puede serlo. Aunque no dejen de ser síntomas o indicios inquietantes. Pero que una ministra, además portavoz del Gobierno, considere, con alocada alegría, que el Tribunal Constitucional forma parte del Poder judicial rebasa a la baja el límite jurídico del hombre común.

El título VI de la Constitución se denomina «Del Poder Judicial». Y el título IX, «Del Tribunal Constitucional». Un atento lector colegirá que el Tribunal Constitucional no forma parte del Poder Judicial. Y colegirá bien. Es un órgano político encargado de velar, entre otras competencias, por la constitucionalidad de las leyes y disposiciones generales. En ningún caso, se trata de un órgano jurisdiccional por encima del Tribunal Supremo. No tiene competencia para casar las sentencias de los tribunales.

La oposición puede acertar o no al criticar al Tribunal Constitucional y cuestionar su independencia, pero en ningún caso se trataría, como pretende irreflexivamente la ministra de un ataque al Poder Judicial. El sistema de designación de sus miembros no garantiza de modo adecuado su independencia. Sus doce miembros son nombrados cuatro a propuesta del Congreso, cuatro a propuesta del Senado, en los dos casos por mayoría de tres quintos, dos a propuesta del Gobierno y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial. El hecho de que algunos magistrados sean ex miembros del Gobierno no es ilegal, pero permite poner en duda su independencia. Nadie puede dudar razonablemente de que la Ley de amnistía será declarada constitucional. Ni de que las excarcelaciones de los condenados por los ERE consisten en sospechosos beneficios a políticos socialistas.

Por lo demás, resulta indecoroso que quienes emprenden tan fogosa defensa del Constitucional acusen al Supremo y a otros tribunales de hacer política en favor de la oposición, cuando no de manipular la máquina del fango. Para el Gobierno, el Tribunal Constitucional es independiente (como la Fiscalía General del Estado) mientras que muchos jueces y magistrados, incluido el Tribunal Supremo, prevarican y enfangan. Las decisiones judiciales y las del Constitucional son susceptibles de crítica. Por lo demás, los miembros que las toman suelen discrepar entre sí. ¡Cómo no va a ser posible criticarlas! Lo que resulta un poco cínico es asumir que las críticas propias son siempre legítimas, y las ajenas, atentados contra los jueces y la democracia.

La democracia no consiste en unanimidad ni en acuerdo. Julián Marías acuñó la expresión «concordia sin acuerdo». Se trata de convivir cordialmente con quienes no piensan como nosotros. Ciertamente no es este el ambiente en el que nos encontramos. Vivimos sin acuerdo y sin concordia. Y una de las anomalías de nuestra situación reside en la utilización muy frecuente de la expresión «judicialización de la política». Encubre bajo una apariencia atractiva una perversión del derecho y la justicia. Como casi siempre, el que la utiliza acusa al adversario, pero nunca se aplica la crítica a sí mismo. Se censura con ella el intento de lograr en los tribunales lo que no se ha conseguido en las urnas. Claro que es posible abusar de ese recurso, pero mucho peor es que no exista. Lo que en realidad se pretende es lograr una especie de impunidad para los políticos. Como si las urnas pudieran absolver de toda culpa jurídica pasada, presente y futura. Los políticos no estarían sometidos al imperio de la ley. El político sería así el hombre común que exige ser tratado como un hombre especial. En definitiva, una política sin derecho.

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