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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Héroes libertarios en la playa

Los veías y te decías: hete aquí dos personas que parecen capaces todavía de hacer lo que les da la gana

Actualizada 16:44

En verano a veces hay que ir a la playa. Qué remedio. Personalmente me encanta nadar en el mar un buen rato. Pero todo el resto del rito playero me provoca sopor. No me da el nervio para estar mucho más de diez minutos tendido en una toalla quemándome, embadurnándome de arena y pensando en cómo me aburro y en qué otras cosas podría estar haciendo. Así que para pasar el rato mientras me seco suelo practicar la sociología amateur, entretenerme viendo qué hace y dice la gente (y escucharlo es inevitable hasta para los que estamos un poco tapias, porque la mayoría de la peña habla a berridos, si es que no te ponen al lado el penco altavoz reguetonero).

En una de esas observaciones de antropólogo barato me llamó la atención una pareja en la última cuarentena o en la primera cincuentena, ni gordos ni delgados, con cortes de pelo atildados y convencionales y bañadores clásicos de firma. Tenían pinta de matrimonio de largo tiempo juntos y estaban atracados en sendas sillas de playa al borde mismo de la orilla, como si la marea atlántica no fuese con ellos.

Eran las doce y media de la mañana. El hombre y la mujer sostenían en sus manos sendas bolsas grandes de patatillas fritas, de esas que saben a jamón y están amenazadas por el rigorismo bruselense. De manera serena, pero sin pausa ni para respirar, cada uno fue vaciando su bolsa. Una vez ventiladas las patatas, sacaron unas latas de Coca Cola. Pero nada de fruslerías dietéticas de «light» y «zero». No, no, ellos a lo grande, como toda la vida: buenas cocas engordantes, azucaradas y cafeínicas.

Confieso que mi admiración iba creciendo. La corrección política y la presión gubernamental que se entromete para decirnos cómo tenemos que comportarnos en nuestro ámbito privado no parecía ir con aquellos dos héroes libertarios. Acto seguido, tras sus patatas jamoneras y sus coca colas de alto voltaje, se pusieron a fumar en sus silletas de playa. ¡Horror!

Cuando pensé que ya lo había visto todo, se fueron a bañar. Pero sin sacarse siquiera sus gafas de sol y sin hacer el menor esfuerzo de carácter semideportivo. De vuelta a sus silletas, se premiaron de postre con sendas latas de cerveza. Además, en ningún momento se vio el rastro de un teléfono móvil. Eran como la leyenda del último buen salvaje. Dos pacíficos burgueses desafiando todas las convenciones que nos impone la era del tecno-progresismo-ecosaludable.

Y ahí los dejé. Pero no me extrañaría que por la noche esa pareja tan extraña se vengase del mundo zampándose una parrillada de carne regada con tintorro en cualquier antro de precios razonables, con el preceptivo carro de patatas fritas, por supuesto, y con su pegajosa salsa chimichurri. Lejos del tataki, la quinoa, las emulsiones, los nigiri, los cocineros filósofos, las gorras de béisbol en espacios cerrados y las conversaciones salpicadas por la insufrible coletilla de «¿sabes lo que te digo?».

En resumen, me da que no eran exactamente «progresistas». Parecían un minúsculo oasis rebelde en unos tiempos de crecientes prohibiciones. Entre el Estado que todo lo ve, todo lo ordena y todo lo cobra, y los monopolios digitales que radiografían nuestra intimidad y se lucran con ella, jamás habíamos estado más controlados. Y el bromazo supremo es que nos creemos más libres que nunca.

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