Franco y la libertad
Como forma de defender la libertad, el creciente sinsentido que afecta a esta democracia nos acaba haciendo salir a defender la memoria del que para mí era un dictador. Una paradoja inverosímil
Hay semanas en que llueve tanta información sobre nosotros, que hay muchos hechos muy relevantes que pasan un poco desapercibidos. O quizá no les damos la relevancia que tienen ante la gravedad de otras cosas. No voy a enumerar todo lo que ha ocupado los titulares en los últimos siete días porque creo que la gravedad política de todo ello era incuestionable. No seré yo quien lo niegue o contradiga mínimamente. Pero sí quiero señalar la gravedad de algo que ocurrió el pasado martes en el Congreso de los Diputados. Como señaló en El Debate el pasado viernes Luis-Felipe Utrera-Molina, solo Vox se opuso a una medida profundamente inconstitucional como va a ser la ilegalización de la Fundación Francisco Franco.
Puedo asegurarles que nunca imaginé que yo escribiría un artículo defendiendo esa fundación. Si lo hago hoy es porque creo firmemente en la libertad. Y lo que el Congreso de los Diputados ha puesto esta semana en marcha con el respaldo del Partido Popular es un profundo cercenamiento de nuestras libertades: se prohíbe reivindicar y narrar una parte de nuestra historia si no es desde un único punto de vista.
Yo nunca he sido franquista, entre otras cosas porque tenía 9 años el día que murió el general Franco. Estoy muy orgulloso de que mi padre fuera educado en la lealtad a Don Juan. Cuando se desencadenó su diabetes juvenil, con apenas 11 años de edad —fue de los primeros niños en España que sobrevivió a esa enfermedad gracias al tratamiento del Dr. Gregorio Marañón— su abuelo Gabriel Maura le dijo que si aprendía a inyectarse su insulina sin necesidad de una practicante tres veces al día, le llevaría de viaje con él. En la España de la década de 1940, un niño de esa edad que vivía en Santander, rara vez iba más allá de Torrelavega. No digamos a Estoril o a París. Mi padre aprendió raudo a inyectarse y se habituó a acompañar a su abuelo en sus visitas seis o siete veces al año a Don Juan. No hará falta explicar que aquello le marcó políticamente de por vida. Él era un niño en pantalones cortos que se sentaba a almorzar con su Rey del exilio, con Gil Robles —ministro de la República— con Sainz Rodríguez —ministro del primer franquismo— y con Gabriel Maura —ministro del último Gobierno de la Monarquía. Y, por otra parte, mi madre no tuvo interés político hasta después de la muerte de Franco y llegaría a ser diputada popular en el Congreso en la legislatura 1986-89. Esa es la política que yo he mamado en mi casa. Franquistas cero. Y hoy, indignado, me siento obligado a salir a defender la verdad y la libertad frente a la mentira que ya impera en todo lo que nos rodea. Y a decir a todos estos antifranquistas de última hora que su política es extremadamente contraproducente para el objetivo que ansían.
El pasado 3 de octubre el propio Utrera-Molina publicó aquí un artículo titulado «El arma de Franco» sobre el uso perverso que se hace de su figura. Como director de Opinión de El Debate debo manifestar mi sorpresa con lo datos de lectura que ha tenido ese artículo: 112.000 visitas en una semana, de las que más de 50.000 fueron en un solo día. ¿Por qué creen ustedes que se produjo un interés así, muy superior al que tienen normalmente los artículos de esta sección de opinión que es la más leída de la Prensa en España? No hay una prueba científica, pero yo sí estoy seguro de que la razón es el intento de ocultación de la vida de Francisco Franco. Es decir, el borrar la historia de España. Y frente a eso, yo empiezo a rebelarme. Creo que me pasa un poco como a Alfonso Ussía. Políticamente, ni su familia ni la mía fueron en la postguerra más que monárquicos de Don Juan. Pero, como forma de defender la libertad, el creciente sinsentido que afecta a esta democracia nos acaba haciendo salir a defender la memoria del que para mí era un dictador. Una paradoja inverosímil.