Que se fastidie (con jota) el fundador de Mango
¿Cómo es posible que les dé igual esa tragedia a los responsables de Trabajo y de los sindicatos?
Isak Antik fue el fundador de Mango, una empresa española con presencia en 120 países y una plantilla directa cercana a los 20.000 trabajadores, a lo que habrá que sumarle todos los puestos indirectos que genera una actividad tan exitosa y los impuestos que, entre la propiedad y sus trabajadores, pagan a la Agencia Tributaria.
El sábado se mató, despeñándose por un barranco desde 150 metros de altura, en un instante terrible que cuesta hasta imaginar sin taparse la cara: fue una muerte evitable, tonta si se quiere, y desde luego imprevista, que no afectará al futuro de la compañía, bien pertrechada para sobrevivir a su creador.
La muerte de Antik no ha merecido ni un mensaje de condolencia de quienes más agradecidos deberían estar, al menos a priori: la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, andaba enredando con algo de Galicia, arrogándose la representatividad de una tierra que la vota menos a ella que Kiev a Putin.
Y los sindicatos, que nos conste, también debían estar ocupados en reflexionar agotadoramente sobre algunas de sus prioridades: descansar en Navidad, que celebran como nadie pero en honor al solsticio de invierno, y salir todo lo más del sarcófago si las urgencias judiciales y políticas de Pedro Sánchez reclaman de su ayuda, siempre desinteresada y gratis.
Mango factura lo que Inditex paga en impuestos en España, unos 2.500 millones de euros, pero es repudiada por tipos como Pablo Echenique, que no pagaba ni los seguros sociales al pobre cuidador que lo atendía y fue por ello condenado.
Esas cifras, y ese contraste, no es suficiente para que los mayores responsables teóricos del empleo en España hayan tenido la decencia de reconocer la trayectoria del muerto, ni la humanidad de enviarle su sentida condolencia a sus seres queridos. Ni siquiera los guiños de Sánchez o de Illa esconden la miseria de Penélope Glamour y sus guardaespaldas de CCOO y UGT.
Y en ese contraste reside uno de los problemas de España: estamos gobernados, o cogobernados, por zánganos que ejercen de abeja reina y consideran que el único empresario bueno es el intervenido o, si nos venimos arriba, el muerto.
Ningún Gobierno genera empleo, salvo el público y a menudo a tontilocas, pero todos pueden destruirlo, y el de Sánchez es experto en ello: por mucho que maquillen las estadísticas y de repente el trabajador precario, el fijo discontinuo, el becario o hasta el parado sean considerados poco menos que directivos de Silicon Valley, la tozuda realidad es que en España hay casi cuatro millones de parados y se gasta ya cerca del 19% en prestaciones sociales.
El incremento del SMI, cuando no se crea empleo, es en realidad una subida de impuestos para los puestos de trabajo ya existentes, que se dejan en la Hacienda, entre pitos y flautas nacionales, autonómicas y municipales, la mitad del coste que tienen para su empleador.
La mala prensa contra el empresario, inducida desde sentinas políticas y sindicales cuyos inquilinos llevan chupando del bote público desde que Marco Polo frecuentara «La ruta de la seda» o los romanos pagaran el salarium con bolsas de sal, siempre es el anticipo de quebrantos para el trabajador y de problemas severos para un país.
Allá donde mandan personajes como Yolanda, Echenique, Unai, Álvarez y otros chicos del montón, lo único que crecen es la pobreza, la demagogia, el aislamiento y la frustración.
Y lo inquietante es que eso que antes pasaba en Venezuela, Cuba o Argentina ahora nos pasa a nosotros. Hasta el punto de que, cuando se mata un gran empresario en un atroz momento de mala suerte, a lo sumo podemos aspirar ya a que no se rían en público.