Cartas al director
Acoso escolar permanente
El trágico final de Claudia, la joven de 20 años que se suicidó en Gijón hace unos días, trae de nuevo a primer plano la triste actualidad de la práctica del bullying. Claudia, en su escrito de despedida, retomó el apodo con el que la injuriaban, «Ratatouille», para denunciar el lugar al que se vio arrojada por el acoso de algunos de sus compañeros. Claudia se definía a sí misma, antes de la experiencia del acoso, como una niña de alta autoestima y de altas capacidades. Es un ejemplo de cómo también se puede ser acosado por encarnar rasgos y valores ideales. Por eso, no es infrecuente que algunos buenos estudiantes intenten ocultar sus brillantes resultados por temor a la burla y a la exclusión social. Esto puede llevarles incluso a empeorar deliberadamente sus calificaciones para evitar ser estigmatizados, ya que pocas son las salidas cuando un rasgo ideal se convierte en objeto de burla y de desprecio. El denominador común a todas las víctimas de acoso es la impotencia para responder a la agresión. Esta impotencia es la que puede conducir a volver la agresión sobre sí mismos cuando la víctima transforma el desprecio de los acosadores en autodesprecio.
El sentimiento de desvalorización personal, en ocasiones más aún que el temor a posibles represalias, es uno de los principales obstáculos para denunciar las agresiones y pedir ayuda, ya que la realidad del acoso los lleva a generar una imagen devaluada de sí mismos que no quieren mostrar, lo que genera indefensión en los acosados y mayor impunidad en los acosadores. Otro de los aspectos reveladores de la situación que llevó a Claudia a terminar con su vida es que el tiempo del acoso puede convertirse, como todo acontecimiento traumático, en un eterno presente. El tratamiento psicoanalítico con pacientes adultos nos revela que las huellas del acoso son imborrables y condicionan la vida del sujeto mucho más allá del final de su escolaridad.