Cartas al director
Belleza y armonía en la Iglesia
Dios, la belleza suprema e inconmensurable, ha querido que en la tierra quedara también un reflejo de ese atributo suyo, no solo en la naturaleza sino también en las muy diversas obras ideadas por el hombre. Porque Dios ha impregnado en el hombre esa capacidad de hacer patente y manifestar la grandeza y belleza en determinadas acciones o ingeniosidades que nos hacen admirarlas e incluso amarlas.
La belleza se refleja en multitud de obras materiales, pero también, y originariamente, en las obras espirituales. De ahí que se incluyan las expresadas en y a través de la sobrenaturalidad de su Iglesia
La belleza material, ornamental, no es sino un reflejo, o quizá más bien, un cauce hacia la belleza espiritual, sobrenatural de la Iglesia: la adoración, el culto a Dios, quien ya en el Antiguo Testamento había dado indicaciones muy concretas a Moisés para la construcción de la Tienda del Encuentro y del Arca de la Alianza.
La belleza de Dios ilumina nuestra vida y se muestra y hace visible en la sonrisa, en la oración y en la bondad del hombre y de la naturaleza, incluso se nos hace habitualmente presente en el dolor, en el sufrimiento, la amargura y la cruz aceptada y vivida como camino corredentor.
Existe, pues, una armonía, conveniente proporción y correspondencia de unas cosas con otras, a través de las diversas manifestaciones de belleza: en la predicación y en las acciones de Cristo transmitidas en los evangelios, en la Liturgia, en la música religiosa, en el arte, en la naturaleza, en el testimonio de la caridad, en la amistad… Todo ello nos predispone a dejarnos sorprender por Dios y experimentar constantemente la belleza del acontecimiento divino en nuestro interior.