Cartas al director
El Cristo de Velázquez y Miguel de Unamuno
Sentarse en el Museo del Prado ante el cuadro de Velázquez «Cristo Crucificado» produce estremecimiento; aislarse de cuanto nos rodea fuera del lienzo y contemplar la blancura de un cuerpo inmolado, sereno, carente de tensión, el rostro prácticamente velado por la melena, sin muestras aparentes de dolor, lleva a un misticismo latente, al descubrimiento de que aquella imagen oculta la divinidad. Pueden así transcurrir horas imperceptiblemente hasta que el vigilante nos da un ligero toque en el hombro mientras nos advierte amable: —Perdone, es la hora de cerrar. Y uno que no acaba de volver en sí se pregunta: —¿De cerrar el qué? Sí, claro, de cerrar la visión, el éxtasis.
Y en casa prosigue esa contemplación a través de la lectura del poema de Miguel de Unamuno: «El Cristo de Velázquez». Este libro apareció en 1920, hace ciento cinco años, y no ha perdido la tersura de su belleza porque, como toda obra clásica, tiene vocación de eternidad.