El destierro del Rey, una campaña política contra España
El objetivo final era derruir la propia noción de España y Don Juan Carlos ha sido una mera coartada, alimentada sin duda por errores que merecen un reproche pero nunca una enmienda a la totalidad de su trayectoria y, mucho menos, de su obra
El archivo de las insólitas diligencias judiciales en Suiza para investigar si el Rey Juan Carlos cobró comisiones por las obras del AVE a La Meca es, sin duda, la mejor prueba del impulso político que ha movido todo lo relativo al anterior jefe de Estado y del objetivo espurio que se adivina detrás.
Que ante un caso en el que ni siquiera estaba imputado, como en ninguna de las otras tres causas abiertas en España contra él, se procediera a aplicarle la pena preventiva del destierro forzoso, agudizado por el descrédito público lindante con el oprobio, evidencia el interés real: minar a la Monarquía y con ello al edificio constitucional en su conjunto, simbolizado en la Constitución y su cúspide, el Rey de España.
No es casual que los promotores de la campaña contra Don Juan Carlos sean los mismos que, desde el Gobierno y sus aledaños, han emprendido ya desde hace años una ofensiva inaceptable contra la Corona, ejemplarmente representada por Felipe VI.
Y no lo es, tampoco, que el llamado «Régimen del 78» y la Transición que trajo a España la democracia, con Don Juan Carlos como gran inductor, hayan sido dianas de los mismos antisistema que, paradójicamente, se han instalado confortablemente en el sistema, bien desde el Ejecutivo como Podemos, bien facilitando su andadura, caso del independentismo.
El objetivo final era derruir la propia noción de España y Don Juan Carlos ha sido una mera coartada, alimentada sin duda por errores que merecen un reproche pero nunca una enmienda a la totalidad de su trayectoria y, mucho menos, de su obra.
La propia sintonía de la Casa del Rey con algunas de las iniciativas contra Don Juan Carlos propulsadas desde Moncloa dan cuenta de la magnitud de la presión que ha sufrido y sufre la Institución. Y de la generosidad del Rey saliente para asumirlas sin rechistar, consciente de que su sucesor asumía ese sacrificio por un bien mayor que ambos custodian con sentido histórico y esfuerzo personal.
En un país que indulta a golpistas sin arrepentimiento; acerca a sus casas a terroristas o convierte en socio prioritario al icono de Batasuna; aceptar la extrema dureza aplicada a un inocente con una hoja de servicios impecable es lamentable.
Por repudiables que sean algunos de los errores cometidos por Don Juan Carlos, la exhibición impúdica de su vida personal y la transformación en delitos de sus lagunas fiscales, todas subsanadas ya, exige una respuesta de la propia democracia. Esta democracia está amenazada como concepto por los paladines de un nuevo «periodo constituyente» o de una desmembración de España, dos abusos tolerados por un PSOE irreconocible.
El anterior Rey ya ha pagado sobradamente, con la abdicación y el exilio, la falta de ejemplaridad que cabe exigir al primero de los españoles. Incluso con una dureza desmedida que ya debe acabar.
Porque en el mismo país que permite manifestaciones para liberar a un asesino como Henri Parot, responsable de crímenes imperdonables; o indulta a Junqueras, culpable de un golpe de Estado juzgado y condenado, es inaceptable que un gran Rey, inocente le pese a quien le pese, no pueda estar en el país que tanto contribuyó a mejorar.
El Rey de España no puede estar expulsado de España sin que España, en sí misma, sufra las consecuencias.