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Editorial

Sánchez: o con la OTAN o con Podemos, las dos cosas es imposible

No se puede rendir lealtad a Bruselas, la OTAN, Washington o la ONU si, al mismo tiempo, se toleran las posturas de Podemos, IU, Bildu, Compromís, ERC o el Grupo de Puebla

Actualizada 07:08

Los equilibrios desplegados por Pedro Sánchez ante la guerra en Ucrania, como en general en su política internacional, vuelven a ser una demostración palmaria de la dependencia de su Gobierno de un sinfín de influencias y peajes a menudo incompatibles entre sí.

Su rápida decisión de desplazar fragatas a las inmediaciones del conflicto, más simbólica que práctica; o la ronda de contactos de este sábado con todos los expresidentes españoles (incluido Aznar, al que tanto criminalizó el PSOE con el «No a la guerra» y el trágico 11-M); apuntan en la dirección correcta.

Como también su comparecencia del próximo miércoles en el Congreso para dar explicaciones y buscar el necesario consenso transversal que situaciones como ésta reclaman, ya anticipado por el PP desde el primer momento.

Pero si esas medidas son positivas, por obvias e incontestables, el contexto que rodea a Sánchez las empañan y degradan la credibilidad del Gobierno en un momento en el que no se aceptan los titubeos ni la incipiente contradicción entre lo que el presidente dice fuera de España, para contentar a sus aliados, y lo que sugiere en España, para no soliviantar a sus socios.

En ese sentido, la postura de Podemos vuelve a ser un problema notable, amén de una prueba del cinismo de una formación populista que bebe de las peores fuentes ideológicas del mundo: criticar a Putin, presentándolo como un derechista nacido del imperialismo de los zares y no como un heredero del expansionismo comunista, es una desfachatez con la que se aspira a criticar a Rusia sin mancillar, a la vez, el evidente impulso soviético del Kremlin.

Y, a la vez, atacar a la OTAN o pedir incluso su disolución, es un ejercicio de irresponsabilidad en pleno debate sobre cuál debe ser el papel de la Alianza Atlántica en un conflicto que pone a prueba su razón de ser, más allá de tecnicismos burocráticos sobre los límites de su acción en países que, sin pertenecer a la organización, encarnan sus valores y los ponen en juego.

Que Sánchez intente hacer juegos malabares, mostrándose enérgico en Bruselas y antibelicista en Madrid, para no enojar demasiado a la coalición de populistas e independentistas que le dan soporte; es fiel reflejo del alambre en el que gestiona en general los asuntos públicos cada vez que el intervencionismo de sus socios se pone en marcha.

Si a eso se le añade el inaceptable papel del llamado Grupo de Puebla, un looby de dirigentes siniestros inspirados en una suerte de chavismo renovado del que forman parte José Luis Rodríguez Zapatero, Irene Montero o Adriana Lastra; el daño reputacional para España es notable.

Solo la confusión de la comunidad internacional, que responde con tibieza al desafío militar de Putin y parece optar por cruzar los dedos para que Moscú se limite a someter a una Ucrania abandonada a su suerte; camufla algo el confuso papel de Moncloa.

Que una vez más, intenta el imposible de soplar y sorber a la vez para contentar a sus socios internacionales y a sus interventores en España. Pero no se puede rendir lealtad a Bruselas, la OTAN, Washington o la ONU si, al mismo tiempo, se toleran las posturas de Podemos, IU, Bildu, Compromís, ERC y sus inspiradores en los rincones ideológicos más perversos del planeta. Sánchez vive en una trampa constante; pero a quien acaba entrampando siempre es a España.

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