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Editorial

Los fiscales se rebelan contra su indigno jefe

La carta de trece autoridades de la Fiscalía del Supremo apuntilla a García Ortiz y pone freno a las andanzas de Pedro Sánchez para mantenerlo

Actualizada 01:30

La demoledora carta de trece fiscales del Tribunal Supremo exigiendo la dimisión de Álvaro García Ortiz, su superior jerárquico, es un acto de dignidad de especial relieve, pues denota el desapego general del sector contra alguien que, simplemente, denigra sus funciones y pone en cuarentena la credibilidad e independencia de todos los miembros de la carrera.

Que entre los firmantes de la petición haya dos antiguos fiscales generales del Estado añade una carga extra de autoridad a una petición simplemente irrebatible: consideran, con toda la razón, que el menoscabo de la credibilidad de la institución es insoportable por los problemas políticos y judiciales de alguien indigno del cargo.

Y no les falta razón. El responsable máximo de acusar a quienes profanen la legalidad del Estado no puede ser el sospechoso de un delito que, lejos de ayudar a la Justicia a aclarar los hechos, se convierte en un ariete de la indigna escalada del Gobierno contra la independencia judicial y se suma al coro de voces que la acusan de instruir casos con fines políticos espurios.

Si alguien es sospechoso de ello, más allá de consecuencias penales, es quien se ha sumado a una indecente campaña de acoso a un rival político, Isabel Díaz Ayuso, en sintonía con el juego sucio habitual de la Moncloa contra la presidenta de la Comunidad de Madrid.

La revelación de secretos es, para un fiscal general, uno de los comportamientos más nefandos que puede cometer, pues supone conculcar su primera responsabilidad; tutelar y preservar las garantías judiciales que, en una democracia, ha de tener todo ciudadano sometido al escrutinio de los tribunales.

Y añadir a esa sospecha la de tejer una campaña para, además de saltarse los preceptos, utilizar el caso para orquestar una trama con fines políticos, es intolerable: la simple filtración de las comunicaciones privadas de un investigado, fuese cual fuese el origen, ya denotaría una negligencia de García Ortiz incompatible con su continuidad en el cargo.

Si a eso se le añade la certeza de que participó en el montaje, con claras pruebas en ese sentido, y la fundada sospecha de que además se comunicó con la Moncloa para que desde allí se rematara la campaña; nadie con un sentido democrático elemental puede tolerarlo sin convertirse en cómplice del abuso.

Y de esto último no hay duda: podrá debatirse si fue García Ortiz quien trasladó las conversaciones del novio de Ayuso a la Presidencia del Gobierno; pero no a estas alturas la evidencia de que fue él quien las recabó entre sus subordinados ni, tampoco, que a continuación se gestionaron desde el gabinete de asistentes a Pedro Sánchez con el fin de destruir a una dirigente legítima votada abrumadoramente por los madrileños.

El comportamiento del fiscal general y la cobertura que le ofrece el Gobierno prueban, además, la inquietante escalada autoritaria contra la autonomía judicial, que es clave para que un Estado de derecho funcione con arreglo a unos parámetros decentes. Y forma parte del mismo discurso inadmisible que Sánchez y sus corifeos mantienen contra todo tribunal o medio de comunicación que se dedican a ejercer su función, con las herramientas y los límites que les concede la legislación.

Por eso es especialmente importante que los fiscales decentes, los jueces sólidos y el Tribunal Supremo se resistan a ese ataque sincronizado que solo busca impunidad a cualquier precio. De su resistencia y defensa del bien que representan, delegado por los ciudadanos, depende nada menos el futuro democrático de España. Donde no cabe, obviamente, fiscales como García Ortiz ni dirigentes como Pedro Sánchez, indignos de ostentar la más mínima representación pública.

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