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En primera líneaÁlvaro de Diego

Los papeles de María Antonieta

El historiador no debe idealizar a todo precio, sino explicar evitando los argumentos artificiales. Solo así los desdichados protagonistas de los anales merecerán la comprensión misericorde del presente

Actualizada 01:29

Vivió como pudo y murió como quiso. Desgraciadamente. El escritor austriaco Stefan Zweig firmó algunas de las mejores páginas de la literatura del siglo XX. De origen judío, había huido de una Europa despeñada por el odio. A él también acabó por arrojarle al abismo. Se quitó la vida, junto a su esposa, en la ciudad brasileña de Petrópolis. Corría el año 1942 y no había podido soportar la perspectiva de un mundo que adivinaba sojuzgado por el nazismo.

Autor de pluma desenvuelta y fina penetración psicológica, legó delicadas novelas como Carta de una desconocida; sugestivos ensayos, de entre los que descuella Momentos estelares de la humanidad, y referenciales biografías. En estas últimas despliega una singular intuición. Aunque compasivo, su firme escalpelo suele dejar al raso a las almas que analiza. Ningún ejemplo mejor que el relato que dedica a María Antonieta; como él mismo, otra vienesa de final triste. Con deslumbrante prosa, Zweig dibuja a un ser humano frívolo y básicamente mediocre, al que solo eleva la entereza en la hora más trágica. Y es que, como apuntó Pierre Gaxotte, en la Revolución Francesa solo mostró su majestad la muerte.

Si la hoja pálida de la guillotina le devuelve a la reina su mejor estampa, María Antonieta ha sido antes el espejo de miserias y debilidades ajenas. Su vida, para Zweig, proyecta algunos de los espectros más calamitosos de la naturaleza humana. Entre sus apretadas filas forman no solo los revolucionarios, idealistas o resentidos, sino también los cortesanos e incondicionales… en las fiestas. Siempre raudos en socorro del vencedor, están ausentes en las horas decisivas del desconsuelo los príncipes ambiciosos, franceses como el conde de Provenza; o conterráneos como los calculadores de Schönbrunn, inasequibles a todo menos a la razón de Estado.

Los papeles de María Antonieta 21-10-21

Lu Tolstova

En el firmamento brillan, no obstante, algunos astros con luz propia. Eclipsa a todos la archiduquesa María Teresa, la última Habsburgo y, ante todo, la primera de las madres. «¿Cuándo llegarás a ser tú misma, hija mía?», clamará en sus cartas. También está su fiel embajador, conde de Mercy. Bastaría decir que es el hombre de la más intachable mujer de Austria en aquella frívola arca de piedra que se llama Versalles. Y otro aristócrata, el conde Fersen, un sueco con sangre en las venas, devuelve su sentido etimológico a la palabra «amante».

María Antonieta entra con pie firme y cabeza alta en la crónica del mundo cuando irrumpe la mujer, el ser humano que abandona por voluntad propia la orilla de la infancia. Cautiva de un matrimonio de Estado que el indolente delfín de Francia tarda siete años en consumar, la austriaca frívola acabará viviendo con un solo y verdadero amor en el alma. Ha comprendido quién es su esposo en realidad. No se corresponde con el abúlico real, a medias galante, a medias débil: esas dos mitades jamás compondrán un hombre completo. Luis XVI camina encorvado bajo el peso tan grávido de la corona que un día ciñó un rey santo, aquel Ludovico Nono hijo de una infanta de Castilla. Poco queda de san Luis de los Franceses en quien se conforma con sobrevivir como ciudadano Capeto.

El historiador Zweig comprende los silencios y las alusiones en las cartas de la delfina y luego soberana. Cartas que acaban por delatar a los odiadores de la Historia. Para salvar a la Revolución, para justificar su desmán infinito, estos aprendices de Clío deben vilipendiar a la realeza. Y, siendo difícil estigmatizar a un hombre con sangre de pez, resulta más sencillo pasar por el barro a la reina; y, sobre todo, a la mujer. Pero con los cabellos de nieve, el suave deslizar de los zapatos de raso de la soberana ya no es el mismo. Trianon queda muy lejos. Ya no desciende las escaleras de mármol de palacio. Asciende los toscos peldaños del patíbulo. Al fin es digna hija de María Teresa. Al fin María Antonieta se encuentra consigo misma.

El atormentado vienés que fue Zweig restaña en la reina el salivazo lascivo de la demagogia. La rescata tanto de la beatitud como de la inquina. Y lo hace recurriendo al documento y a una interpretación compasiva del alma humana. El historiador no debe idealizar a todo precio, sino explicar evitando los argumentos artificiales. Solo así los desdichados protagonistas de los anales merecerán la comprensión misericorde del presente. Esa mirada compasiva a los papeles de María Teresa torna más incomprensible un rescate indiscriminado y sin filtro. El de unos documentos sobre un monarca hoy en extraño exilio. El fuego amigo difícilmente construye la Historia. 

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