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En Primera LíneaJavier Junceda

Las Españas

Causa extrañeza que esos mandatarios latinoamericanos ahora tan vehementes no dirijan su mirada crítica a aquellos de los suyos que hicieron nacer unas sociedades y estructuras estatales de espaldas a los «pueblos originarios», como les gusta ahora denominarles

Actualizada 02:09

«La Nación Española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios», proclamaba con solemnidad nuestra primera Constitución. Su artículo cinco iba más allá, al considerar como españoles «a los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y los hijos de estos». Esas tierras no eran solo las peninsulares e insulares que aún lo son, sino las de la América septentrional y meridional, así como Filipinas.

La profunda huella hispanoamericana de La Pepa fue resultado de la acentuada actividad que en ella desarrollaron los parlamentarios procedentes del nuevo mundo, convocados en calidad de delegados de «todos los territorios de la Monarquía española». Lo que esos diputados pretendían, y se materializaría en Cádiz, era crear una verdadera nación transoceánica, algo bastante más ambicioso que la Commonwealth diseñada un siglo después por los británicos. Quienes arribaron desde puertos remotos sorteando inclemencias meteorológicas, las penurias de un viaje eterno o la amenaza a su llegada de las bayonetas francesas, sabían que protagonizaban un momento histórico, porque recalaban en una ciudad sitiada, en un país ocupado por una potencia extranjera, pero con la enorme ilusión de dotarse de leyes hechas por y para todos ellos.

Nombres como los del quiteño José Mejía Lequerica –que propuso que los afroamericanos tuvieran representación en las Cortes y alcanzaran la condición de ciudadanos, algo que refrendaría el habanero Jáuregui–; del puertorriqueño Ramón Power; de los limeños Dionisio Inca Yupanqui y Vicente Morales Duárez; de los mexicanos José Miguel Ramos de Arizpe y Miguel Guridi y Alcocer; o del guatemalteco Antonio Larrazábal, entre otros, resuenan todavía como auténticas referencias de este parlamentarismo tan vanguardista.

Ilustración: Constitución de 1812

Lu Tolstova

Los seis años de vigencia de los preceptos gaditanos sirvieron además de inmejorable modelo para el incipiente desarrollo institucional de los países iberoamericanos en su anhelada búsqueda de la independencia. Sus principios fueron una auténtica guía en los procesos de emancipación y consolidación como naciones libres. El liberalismo forjado en la capital andaluza aportaría poderosas claves para la modernización y existencia soberana de la práctica totalidad de las nuevas repúblicas.

Lo que no suele subrayarse es que muchos de estos protagonistas de Cádiz ejercerían luego como próceres de las independencias americanas, lo que confirma que el espíritu doceañista impregnó con intensidad a las nuevas Cartas libertadoras, porque los españoles del otro lado del mar, como los de la costa europea, participaban de una misma ideología, que tomaría cuerpo en las leyes de los nuevos Estados soberanos.

Siendo esto así, cabría preguntar entonces a los líderes americanos que hoy arremeten con tanta fogosidad contra España a qué España se refieren, porque las Españas de ambas orillas compartieron igual credo político, como se acaba de indicar. Fueron los venerados padres de esas patrias iberoamericanas los mismos que se sentaron en Cádiz para fraguar una única nación española y emplearon después sus enseñanzas para fundar sus respectivos Estados en aquel otro querido hemisferio. Por eso, censurar a las Españas equivale a reprobar a los propios patricios mexicanos, peruanos, bolivianos, argentinos o venezolanos que aún se reverencian en sus respectivos palacios presidenciales, porque ha de reconocerse que todos coincidían en los comunes planteamientos gaditanos, entre ellos la obvia superación de culturas primitivas incompatibles con la natural evolución de la civilización.

Indudablemente, causa extrañeza que esos mandatarios latinoamericanos ahora tan vehementes no dirijan su mirada crítica a aquellos de los suyos que hicieron nacer unas sociedades y estructuras estatales de espaldas a los «pueblos originarios», como les gusta ahora denominarles. Por descontado que en cada una de esas repúblicas existían nativos que tendrían que haber sido considerados por los adorados libertadores con igual esmero que el que predican actualmente sus populistas sucesores institucionales, algo que debieran de constatar antes de echar la culpa a terceros.

Cuando atacan a España, están cargando sin saberlo contra sí mismos. Lo que nos achacan, aparte de falso, podría ser atribuido llegado el caso a sus idolatrados jerarcas criollos, de los que no hablan sin embargo en sus delirantes soflamas. Y todo ello sin necesidad de recordar la verdad histórica que apunta a la labor española en beneficio de los indígenas, que incluso dieron su vida por la causa de las Españas. Pero esto, claro, importa poco en tiempos de demagogia y brocha gorda.

Javier Junceda es jurista y escritor

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