La riqueza de una gran nación
Las mejores expectativas de salir airosos de la difícil coyuntura por la que atravesamos residen en enfatizar todo aquello que nos une y nos permite afrontar nuestros retos de manera solidaria
Viajo con frecuencia en el metro de Madrid y con mayor frecuencia aún en los autobuses de la Empresa Municipal de Transportes, en los que viajo cotidianamente al trabajo. Confieso que, a diferencia de lo que le sucede a nuestra ministra de Justicia, no he podido escuchar ninguna animada tertulia entre los viajeros, para hablar del Consejo General del Poder Judicial, ni de ningún otro asunto. Menos aún en estos tiempos en los que la mascarilla nos limita notablemente la capacidad de comunicación verbal. En estos medios de transporte público, observo que las personas que viajan conmigo lo hacen ensimismadas con sus teléfonos móviles, sus libros u observando el panorama, pero pocas veces charlando sobre los asuntos de la actualidad política.
Por el contrario, en mis desplazamientos en taxi, sí que tengo la oportunidad de departir con el taxista y la conversación tampoco discurre normalmente sobre el Consejo General del Poder Judicial, las cotizaciones del IBEX o las carencias del parque inmobiliario en las grandes capitales europeas. Normalmente, la conversación se materializa en afirmaciones del estilo de «todo está fatal», «esto está cada vez peor», «esto no tiene remedio» o «¿cómo vamos a salir de ésta?». Mi reacción habitual ante estas afirmaciones es responder al taxista que sí que hay posibilidades de salir de esto, que depende de nosotros e intentar transmitirle ánimo, porque realmente lo creo.
Si analizamos con honestidad y sin apasionamiento las lecciones de nuestro pasado descubriremos que, por malas que nos parezcan nuestras experiencias actuales, hay páginas de nuestra historia, a las que no me referiré, pero que están en la mente de todos, que han sido mucho peores que aquellas por las que pasamos ahora y de las que hemos salido de manera bien airosa. Cada cual que recuerde las que le parezcan más indicativas de este tránsito de la calamidad a la esperanza, pero seguro que encuentra no pocas que le permitirán estar de acuerdo conmigo.
Esta gran nación de la que formamos parte, o cuyo proyecto colectivo compartimos, si ustedes lo prefieren, está dotada de extraordinarias fuentes de riqueza. España, nuestra nación, es una nación rica en historia, en cultura, en arte, en clima, en gastronomía, en solidaridad entre sus ciudadanos, en creatividad, en laboriosidad, en emprendimiento y en muchísimas otras cosas que seguro el lector será capaz de enumerar mejor que yo mismo porque, entre otras cosas, le añadirá aquellos aspectos que para él son más evidentes.
No obstante, con todas estas fuentes de riqueza, cabe preguntarse por qué el sentimiento del taxista que ve que «todo está fatal» se extiende por el imaginario ciudadano de una manera tan recurrente. Quizás sea oportuno citar en este aspecto la frase atribuida al que fuera canciller alemán Otto Von Bismarck, según la cual «el país más fuerte del mundo es, sin duda, España. Siempre ha intentado autodestruirse y nunca lo ha conseguido. El día que dejen de intentarlo volverán a ser la vanguardia del mundo».
Recuerden, como modelo autodestructivo, la frase del expresidente Rodríguez Zapatero cuando en uno de los procesos electorales a los que hizo frente echaba de menos la existencia de tensión, que él consideraba más conveniente para sus intereses electorales que la de un ambiente de calma y sosiego. ¿Merecemos los españoles que los que aspiran a ser nuestros dirigentes anhelen que vivamos en un ambiente de tensión?
En mi opinión, el interés general, el que afecta, por definición, a la generalidad de los ciudadanos, es el que se reviste de calma, sosiego y serenidad que permita a todos y cada uno de nosotros dar respuesta a los retos de cada una de nuestras vidas de manera satisfactoria para nosotros y para nuestros seres allegados y queridos.
Frente a la búsqueda permanente de los aspectos más negativos de nuestra actualidad, al objeto de enfatizar los aspectos de nuestras vidas que generan tensión, sean estos reales o imaginarios, lo que yo denomino como el «destructivismo», es preciso enarbolar la bandera de la fe en nosotros mismos y de la confianza en las sinergias y capacidades positivas de nuestra nación. En otros términos, debemos enfatizar los valores positivos de nuestra realidad social, que son los mayoritarios y minimizar los negativos, que son los menos, aunque existen, no lo niego.
Como ejemplo de esta actitud negativa, citaré el uso de las lenguas cooficiales como vehículo de confrontación, como patéticamente se ha puesto de manifiesto durante esta semana en el Congreso de los Diputados cuando se debatía la situación dada en Cataluña ante la falta de cumplimiento por parte del Gobierno de la Generalidad de una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de reservar, como mínimo, un 25 % del temario escolar para ser impartido en castellano, la lengua común de todos los españoles, la «oficial», sin negar la existencia, la legitimidad y la protección del resto de lenguas «cooficiales» existentes en los diferentes escenarios locales o autonómicos de nuestra nación. En este ámbito, como en muchos otros, respaldo inequívocamente la postura del presidente del Partido Popular, el Señor Núñez Feijóo, cuando, para tratar este asunto, ha acuñado el concepto de la cordialidad lingüística, es decir, el empleo de las diferentes lenguas existentes en España como vehículos de comunicación y nunca de confrontación, como lamentablemente han hecho algunos portavoces nacionalistas, catalanes y gallegos durante el debate citado. Patético empleo de las lenguas a las que dicen amar como vehículo de confrontación con el resto de los españoles, rechazando el empleo de la lengua común para facilitar la comunicación con todos ellos.
Según yo lo veo, las mejores expectativas de salir airosos de la difícil coyuntura por la que atravesamos residen en enfatizar todo aquello que nos une y nos permite afrontar nuestros retos de manera solidaria, esquivando todo aquello que persiga mantenernos en un ambiente de confrontación que nos conduzca a la autodestrucción. En otros términos, celebremos y cultivemos el capital del que disponemos, que no es otro que el de la riqueza de esta gran nación.
- Fernando Gutiérrez Díaz de Otazu es diputado nacional por Melilla del Grupo Parlamentario Popular