¿Naciones Unidas?
No tiene un pase que pueda ejercerse el poder de veto en contra de los cimientos mismos de una organización como la ONU
Imagínense que en su comunidad de vecinos los dueños de los pisos más grandes tuvieran derecho a vetar las decisiones adoptadas mayoritariamente por el resto de los copropietarios. O que los grandes accionistas de una corporación impidieran que en ella puedan llevarse a la práctica decisiones acordadas por los socios minoritarios tras conseguir más votos en la junta general. Pues algo así lleva sucediendo en la Organización de las Naciones Unidas desde su fundación, atribuyendo a cinco miembros de su Consejo de Seguridad –la máxima autoridad sobre la paz en el mundo– todo un exorbitante poder de veto sobre sus resoluciones en un asunto de tan plurales consecuencias, incluidas las económicas, como ahora se está comprobando en la crisis ucraniana.
Esta extravagante e inexplicable facultad que aún asiste a China, Rusia, Estados Unidos, Francia o Gran Bretaña está sin duda detrás de los principales conflictos que hemos padecido o aún sufrimos desde la última Gran Guerra. Los enquistados problemas de Oriente Medio han dado lugar a infinidad de vetos cruzados de los norteamericanos con los chinos y los rusos, dependiendo de los intereses implicados de judíos o palestinos. El caso de Siria resulta sangrante, habiéndose opuesto rusos y chinos a cualquier tentativa de intervención multinacional en la zona, impidiendo desplegar los cascos azules para evitar una prolongada escabechina. De los dos centenares largos de vetos ejercidos desde 1946 hasta hoy, Rusia ha firmado la mayor parte, en no pocas ocasiones apoyado por su gran aliado en estas cuestiones, el Gobierno de Pekín.
Qué duda cabe que contar con estos países en un organismo como la ONU es imprescindible, si no queremos que sucumba como su antecesora, la Sociedad de Naciones. Pero hemos de recordar que una de las causas de la desaparición de esta entidad se debió también a la generalización de estos dichosos vetos, que complicaron su misión hasta el final, como ahora puede estar aconteciendo con Naciones Unidas.
Que un régimen matoneril como el de Putin y otra hedionda dictadura digital como la Xi Jinping continúen gozando de capacidad legal para evitar que se perpetren cada dos por tres atrocidades a diestro y siniestro, revela el lamentable estado de cosas al que hemos llegado. Cierto que los Estados Unidos son los segundos a la hora de vetar, pero es de justicia reconocer que desde 1991 ha hecho un uso bastante moderado de esta potestad, y en buena medida en defensa de la causa democrática, aunque haya habido excepciones en la década de los ochenta del pasado siglo. El Reino Unido y Francia no han abusado tampoco de esa escandalosa fórmula, que sigue dificultando que las contiendas se resuelvan o al menos se atenúen, y que tantas veces pone al planeta los pelos de punta ante masacres que no conocen límites.
Precisamente a los franceses se debe una de las propuestas más interesantes para corregir esta disparatada antigualla que azota a diario la convivencia internacional. Aunque haya sido descartada la loable iniciativa gala de circunscribir el veto a aquellos acontecimientos en que no medien crímenes contra la humanidad, de guerra o salvajadas por el estilo, bien debiera de insistirse en ese primer paso, que desde luego puede contribuir a evitar barbaridades como las que nos tienen acostumbrados desde hace algunos años los deplorables mandatarios rusos o chinos.
¿Podría haber invadido Moscú a Ucrania si la ONU hubiera reaccionado con energía a su anterior ocupación de Crimea, impedida por su veto a la correspondiente resolución del Consejo de Seguridad? A buen seguro que no, porque hemos de saber que el veto, en manos de desaprensivos, suele producir un efecto diametralmente alejado de los valores que encierra la Carta de Naciones Unidas e incluso del objetivo que sus impulsores aspiraban en un principio, que nada tiene que ver con pisotear los derechos humanos y violentar fronteras a capricho, como hoy nos hemos acostumbrado a observar.
No tiene un pase que pueda ejercerse el poder de veto en contra de los cimientos mismos de una organización como la ONU. Y eso es lo que ocurre cuando uno de sus miembros permanentes desbarata las reacciones de la comunidad internacional en defensa de la paz y la seguridad mundial. Continuar por este perverso derrotero nos devuelve al derecho del puño del Medievo, o a esa ley del más fuerte que siempre conduce al despeñadero.
- Javier Junceda es jurista y escritor