Constitucionalismo del bien común
Toca aguardar a que estos vientos de poniente nos alcancen y podamos disfrutar pronto de ese bien común constitucional que merecemos
Mientras los debates constitucionales se siguen centrando aquí en la manera más burda de controlar al órgano encargado de velar por la suprema legalidad, o en Sudamérica les da por proponer extravagancias venturosamente desbaratadas a veces por las urnas, hay sociedades que prefieren plantear cuestiones profundas sobre su forma de regirse. En Estados Unidos, donde cuentan con el segundo texto fundamental más longevo del mundo, llevan décadas discutiendo acerca de su interpretación como los fundadores de la nación quisieron, o si por el contrario cabe actualizarla al compás de los tiempos. En esta polémica, de un calado indudable, no han faltado desarrollos doctrinales incluso de puertas afuera del derecho, procedentes de algunos de los principales pensadores contemporáneos, como Rawls.
Cuando creíamos que ya estaba todo dicho en este terreno, ha irrumpido en escena la propuesta imaginativa y audaz de un maduro jurista de Harvard, Adrian Vermeule, que desde hace un par de años viene insistiendo en el denominado «constitucionalismo del bien común», un sugerente retorno al iusnaturalismo o a un ordenamiento fundado en valores capaces de enfrentar los problemas que se resisten al positivismo o a los que creen que toda Constitución debe responder siempre al espíritu que inspiró a sus redactores.
Lo más atrayente del planteamiento vermeuliano, aparte de su sólida construcción, es que vuelve a poner sobre el tapete que existe otra forma de ver las cosas, lejos de la fría dicción de la norma en la que tiene que caber cualquier contenido aunque sea una «corrupción de ley» como sostenía el tomismo. O de que los asuntos jurídicos deben ser resueltos como lo harían aquellos que idearon el derecho aplicable, pese a que hayan transcurrido siglos desde entonces.
Las interesantes consideraciones de este prestigioso docente norteamericano no han tardado en ser censuradas desde distintos frentes. Liberales como Fukuyama le acusan de dar alas a sistemas democráticos «iliberales», como los polacos o húngaros actuales, rayanos para él en la teocracia. Y también desde la propia óptica conservadora estadounidense se critican sus razonamientos, en especial por aquellos que se aferran al originalismo de sus venerados padres de la patria, como sucedió con el gran juez que fue Antonin Scalia, al que por cierto sirvió el propio Vermeule como ayudante en la Corte Suprema de Washington.
Desde luego, no le falta razón a este eminente autor cuando argumenta –siguiendo a intelectuales de fuste a los que tanto recuerda, como Carl Schmitt–, que existe un mundo más allá del puro legalismo que lo aguanta todo, de la exégesis ajustada al puro momento, o de la estricta sujeción a lo que habrían dicho los forjadores de una nación en un determinado caso. Y también ha de reconocerse que el beneficio colectivo derivado de la aplicación correcta de los conceptos morales suele justificar con creces que no sean necesariamente secundados por sus destinatarios, aunque sea algo recomendable.
Más complicado se me antoja llevar a la práctica estas ideas en sociedades tan a menudo hostiles a cualquier iniciativa que huela a lo que Vermeule sugiere. En el derecho internacional contamos con alguna que otra experiencia de éxito, como las que amparan las garantías elementales o básicas del ciudadano, que no admiten excepciones en ningún rincón del planeta. Quizá ese modelo pueda servirnos para ir recuperando el espacio perdido por el derecho natural en Occidente, junto al imprescindible reverdecimiento social y cultural del humanismo cristiano allí donde ha sentado sus raíces desde hace milenios, persuadiendo de nuevo sobre su enorme eficacia y utilidad incluso en exclusivos términos materiales.
¿Cabría defender estos criterios en España? Ayuda poco que el foco continúe situándose no en este constitucionalismo del bien común sino en el particular –y malo– del que pasajeramente gobierna. Y que se propongan modificaciones legales por genuinos cálculos coyunturales políticos, sin responder a interés general alguno. O que ni siquiera se apele ya a la voz autorizada de los constituyentes, obsesionados como estaban en que la casa se levantara entre todos, en ese gigante abrazo nacional como el que Juan Genovés quiso retratar la reconciliación operada por la Transición.
Pero, como la esperanza es lo último que se pierde, toca aguardar a que estos vientos de poniente nos alcancen y podamos disfrutar pronto de ese bien común constitucional que merecemos.
- Javier Junceda es jurista y escritor