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El lenguaje del yihadismo

Occidente se dispersa en la complejidad y la duplicidad, mientras que el islamismo se centra en la unión y la unicidad. El poder de las palabras, con sus implicaciones morales y emocionales, construye un discurso eficaz

Actualizada 04:16

La opinión pública occidental piensa que los terroristas yihadistas viven en tierras lejanas, con culturas ajenas y una fe política o religiosa ininteligible. Son, dice Richard Rubinstein, «producto de una historia con la que no estamos familiarizados y que creemos que no nos incumbe. El tipo de violencia que ejercen tiene pocas similitudes con nuestra propia experiencia doméstica». Es decir, huelgas, manifestaciones, motines o asesinatos políticos.

El yihadismo reinserta en la política occidental, donde el consenso, el diálogo y el compromiso son hegemónicos, algo relegado en apariencia: que la violencia y el conflicto son el motor de la Historia. Un motor cebado por una actuación ideológica mientras que en Occidente la noción de ideal está devaluada y reducida al consumismo.

Como derivada de lo anterior, el poder del yihadismo, a través de su comunicación, no hace concesiones a la banalización de las ideas. En este sentido, el islamismo es la reaparición de una ideología global más potente que el oxidado marxismo. Precisamente Marx descalificó a los terroristas como «alquimistas de la revolución».

Occidente se dispersa en la complejidad y la duplicidad, mientras que el islamismo se centra en la unión y la unicidad. Está consiguiendo, en palabras de Cristina Peñamarín, etiquetar a sus enemigos «desde su lenguaje y sus valores». El poder de las palabras, con sus implicaciones morales y emocionales, construye un discurso eficaz. George Lakoff nos recuerda que «pensar de modo diferente requiere hablar de modo diferente». Los islamistas lo hacen. Fuerzan al adversario a hablar como ellos, no aceptan hablar como el «otro». Reducen a su enemigo a refutar su narración con lo que consolida su marco ideológico. Les hemos regalado palabras como mártir cuando un mártir cristiano sucumbe al sufrir la violencia y el mártir yihadista muere al practicarla.

El Estado Islámico practica la proclama exuberante, plena de símbolos, galanuras y circunloquios. Su retórica usa la poética, el estilo metafórico. No proceden de la racionalidad griega. Su estilo es grandilocuente mientras nuestro lenguaje político es infecundo, banal y poco sentimental.

El yihadismo reclama obediencia, un concepto desaparecido del vocabulario occidental, donde celebramos la insumisión y la desobediencia civil. No entendemos un sistema que exige obediencia contra esos infieles que se niegan a abandonar el politeísmo y someterse –eso es lo que significa Islam– a Dios. El yihadismo indica a los creyentes el camino a seguir para cumplir la voluntad del Altísimo. Las palabras tienen el poder de crear. No comprendemos la naturaleza de la propaganda islamista, cuya clave esencial es que ofrece la conversión a una fe, un ideal.

El problema de la cultura occidental hoy es su materialismo, sólo ofrece la adquisición de bienes de consumo. Por eso, miles de jóvenes occidentales, australianos, americanos, europeos se unieron al yihadismo, se han convertido y combaten. Su propaganda vende la camaradería entre guerreros.

Es difícil comprender eso en los países occidentales así que la prensa finge que están locos, enfermos. Europa no está preparada para los atentados salafistas porque los justifica como marginados sociales o enfermos mentales, presuntos casos aislados. Esa es la respuesta de los medios y los gobiernos, en apariencia, cuando hay un acto violento: socializarlo o medicalizarlo. Otro argumento es decir que el mal tiene un gran poder de atracción, con lo que declaramos que el bien no tiene valor alguno.

No vemos la devoción de los europeos por la defensa de los valores de la democracia parlamentaria y la sociedad de consumo tras los ataques yihadistas. Sí vimos la entrega de los miles de jóvenes seguidores del Califato. No tenemos noción alguna de comunidad, de obligación civil. El yihadismo ha evidenciado que estamos divididos e inermes. En cambio, los muyahidines de la Yihad están en la sumisión y en la obediencia a su ideal, ellos actúan. Ellos creen en su sistema y nosotros no. La larga dominación mundial de Europa ha extenuado a los pueblos europeos, escribe Feltin-Tracol, los ha llenado de complejos. Se produce una desestructuración de todos los valores tradicionales sin su superación.

Destaca Philippe-Joseph Salazar que un soldado del Califato no mata: practica un acto legal de castigo, legitimado por su fe, aplica sus normas. De ahí las arengas que preceden a la ejecución de los rehenes. Es terror y también, propaganda. Escarmienta a los malos musulmanes, al infiel que ofende a los islamistas y ejecuta a sus enemigos. Alá no negocia ni participa en diálogos.

Ellos ven los regímenes democráticos que sitúan a la persona en el centro de su mundo como un paganismo que hace del hombre un ídolo. Para el salafista el centro del mundo es Dios. Para ellos todos somos cristianos –cruzados– y nos acusan de habernos extraviado de la vía correcta, de la palabra de Cristo, de la fe. Estamos desorientados por la frivolidad, el alcohol, la pornografía... Somos unos idólatras y nuestros ídolos son frágiles.

Además, cualquier crítica a algún aspecto del Islam atrae el sambenito de islamofobia, reduciendo esa crítica a un desarreglo mental o inadaptación social en nombre de la multiculturalidad, la ideología hegemónica en el mundo occidental. El multiculturalismo, establece que ser crítico es una falta intolerable, especialmente si se juzga a aquéllos cuyo objetivo declarado es abatir y destruir la cultura occidental. Le han regalado al islamismo una desvinculación de cualquier responsabilidad por los actos de sus exaltados.

Según reconoce Moussa Bourekba, la ideología yihadista está calcada de la teoría del choque de civilizaciones enunciada por Samuel Huntington «pero razona en sentido inverso: es Occidente el que declara la guerra al islam y les corresponde a los ‘musulmanes’ luchar, cueste lo que cueste, junto a sus hermanos en esa guerra apocalíptica».

  • Gustavo Morales es director del Club de Periodismo del CEU
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