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TribunaTino de la Torre

No volví a ver a Enrique

Aprendió algo que siempre me ha parecido tan esclarecedor como misterioso: ir hacia los pozos no calma la sed. Hay que ir y hay que volver con la carga

Actualizada 04:27

Nada hacía presagiar en aquellos días de la EGB (Educación General Buena, perdón Básica) que Enrique nos iba a salir tan aventurero.

Enrique no era de mis mejores amigos. Compañero del colegio, sin más. Con toda seguridad, lo mismo que yo para él. No quedábamos para encontrarnos fuera del colegio y pasar un rato moviéndonos por el barrio donde vivíamos. Esto lo hacía con otros con los que, a la vez que mezclábamos los juegos de esa edad, solíamos charlar, siempre atropelladamente, casi siempre quitándonos la palabra (eso de respetar turno llegaba con más edad) hablando de lo que todos habíamos visto pero dando cada uno su versión. Hasta hace muy poco así era la vida social que llevábamos: expuestos a los mismos impactos que, básicamente, eran lo que nos dejaban ver por la tele en nuestras casas y los viajes exóticos que hacíamos a través de las novelas de aventuras. Muchos guardamos todavía esas novelas: eran mucho más que libros. Eran la evasión y escapada de un mundo rutinario que a veces sentías que te aplastaba en el sofá.

Los profesores (maestros) de aquella EGB eran conscientes de que teníamos la cabeza llena de pájaros y con habilidad de maestros (me reitero) nos hablaban de una España grande con posibilidades. Y de un mundo más grande al que podíamos acceder. Nos invitaban a soñar, con prudencia, pero dejando claro que a la Luna se podía llegar y que muchos españoles vivían en muchos sitios del mundo. Iban, venían; triunfaban algunos.

El maestro nos relataba noticias de sociedades prósperas, de coches grandes y playas todavía más grandes, que eran las cosas que más nos interesaban por aquella época. Eso sí, el primer paso para poder llegar a ser piloto de Iberia (casi nada), o ingeniero de los que construían presas (las que salían en el NODO), era aprender lo que estaba en aquellos libros, tener buena caligrafía y ortografía y lo demás iría llegando. Muchos nos los creímos y no nos sentimos defraudados. Pacientes con la muchachada, no es menos cierto que alguna torta viajaba de vez en cuando por el aula y solía encontrar su destino entre aquellos que andaban demasiado inquietos.

Pero volviendo a Enrique, no les puedo decir nada muy especial de él: uno más jugando regular al fútbol; también regular en las notas. Se ponía colorado cuando aparecía una chica que le gustaba. Sus sueños «para cuando fuera mayor» cambiaban cada semana… Es decir, uno más, dentro de un paisaje costumbrista por no calificarlo de monótono. Si me encontraba a Enrique por la calle le saludaba breve, él lo mismo, ya que poco teníamos que contarnos, como ese saludo en los pequeños lugares en donde las noticias vuelan y no hace ni falta referirlas. Y el cariño (a veces, también llamado odio o envidia) se daba por descontado al ser todos del mismo sitio.

Pasaron los años (bastantes) y un día vino por la oficina en la que yo trabajaba. Venía Enrique con su jefe. Los dos ex EGB nos reconocimos al instante y acabadas las gestiones nos venció la curiosidad de saber el uno del otro después de bastantes años. El jefe de Enrique se despidió y allí nos dejó haciendo una somera puesta al día. Prosiguió días después en un bar de nuestro barrio, cervezas en mano. Curiosa la indiferencia cuando mozalbetes y el interés del encuentro ahora.

Me contó que acabada la carrera, sin interés particular en nada, sin estímulo especial de ningún tipo, sin parentela a la que seguir, se marchó a recorrer África (cuando África era más África que ahora) y acabó recalando en algún lugar de Etiopía (alejado de guerras) y el tipo se instaló allí con una tribu (tal cual) para pasar un par de días, coger fuerzas y seguir su camino. La parada fue de más de dos años. Me hablaba de una forma de vivir con aquella gente que le acogió en donde «lo propio» era incomprensible; vida y muerte tenían una frontera estrecha a cualquier edad y los muertos eran algo más que un recuerdo: de alguna manera convivían con ellos. A los hijos los cuidaban entre todos… Los mayores merecían un respeto reverencial y casi cada tarde se contaban historias (seguro que aumentadas en su audacia y valentía) pero que dejaban enseñanzas de prudencia y sentimiento de grupo a los más jóvenes.

Aprendió algo que siempre me ha parecido tan esclarecedor como misterioso: ir hacia los pozos no calma la sed. Hay que ir y hay que volver con la carga. En aquellas idas y venidas el silencio era parte de la conversación de aquellas gentes.

Sus ojos, tras un tiempo, se acostumbraron a las largas distancias donde parecía no haber nada hasta que empezó a ver formas y siluetas.

Al volver a España, me decía que hasta que no pasaron algunas semanas no fue capaz de leer bien algunos letreros de la calle, justo por lo contario. También me dijo que no sabía muy bien por qué había vuelto, quizá porque echaba de menos ver a sus padres, pero nada más. Tuvimos un par de encuentros más y aquel Enrique (tan diferente al de los días de colegio) me impresionó. Y supuse que había vuelto al «sistema».

Pasaron un par de meses y un día me llamó su jefe para comentarme: «Ya vi que erais amigos; es por si sabías dónde está porque un día dejó de venir por la oficina y no hemos vuelto a saber nada de él». No le supe dar referencias, ya que hacía más o menos el mismo par de meses que no nos habíamos visto y ciertamente, tampoco a mí, me dejó ningún rastro.

El otro día, pensando en Enrique (sabe Dios dónde andará) me dio por pensar que el dato de la inflación, que ahora nos atosiga, no será algo que estará entre sus preocupaciones.

  • Tino de la Torre es empresario y escritor
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