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TribunaJosé Torné-Dombidau y Jiménez

Justicia tributaria de un Gobierno delirante

Lo primero que debe resaltarse es que el sanchismo, en el ámbito hacendístico, significa gasto público compulsivo. Tan compulsivo como su incapacidad para decir la verdad y su querencia a la propaganda

Actualizada 11:46

Confieso que me ha llevado un tiempo hallar un calificativo amable para esta inusual coalición gubernamental a cuyo frente figura un doctor en Economía y que una tramposa moción de censura le ha llevado, en conjunción con sus disparatados socios, a disponer del Boletín Oficial del Estado. Décadas consumiremos los españoles en reconstruir los cimientos y pilares del Estado democrático de derecho –y sus valores–, pulverizados y manipulados por este fenómeno político que deberá estudiarse en las aulas universitarias con el nombre de «sanchismo». Etiqueta con la que también debe rotularse la presente Legislatura 2019-2023.

El sanchismo es ese pretendido ejercicio del poder público en que su titular hace gala de un temerario aventurerismo político; que debilita, cuando no suprime, los límites, controles y equilibrios característicos y esenciales de una democracia parlamentaria; que subordina las instituciones del Estado a su ambición personal y a su ideario. En el camino, en el ejercicio autocrático de ese poder, el sanchismo sacrifica y abate valores y principios jurídicos, democráticos y éticos. El sanchismo o el desierto. Entre él y el poder no puede interponerse nada ni nadie: él posee la razón, la verdad (a la que contradice diariamente), nunca se equivoca y todo lo hace por el ‘bien’ de su sufriente pueblo.

El sanchismo todo lo abarca, todo lo puede. Ha colonizado –con el sectarismo más atroz– instituciones tan importantes como el Congreso (Meritxell Batet), el Senado (Ander Gil), el Consejo de Estado (Mª Teresa Fernández de la Vega), la Abogacía del Estado (decapitando a Edmundo Bal), la Fiscalía (Dolores Delgado; Álvaro García Ortiz), el CIS (Tezanos), las empresas públicas más importantes (y de nóminas millonarias)… y en los últimos tiempos su acorazado ‘Potemkin’ se dirige a domeñar dos órganos constitucionales de la mayor importancia: el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional. Si lo consigue, y está en trance de ello, su obra legislativa ideológica de ingeniería social perdurará decenios. He ahí la importancia de la operación urdida para amarrar las togas.

Tampoco le quita el sueño las ocurrencias, extravagancias y disparates que fabulan sus descabellados aliados gubernamentales. Qué importa. Son los españoles quienes los soportan. Mientras, él toma aviones, le protegen guardaespaldas y riega con dinero público la parcela que le interesa cultivar.

Ha conseguido aprobar con cierta comodidad, y a ello le han ayudado el Partido Popular (recuerden el desliz del diputado señor Casero) y Vox (Decreto-Ley de los fondos europeos), decenas de disposiciones legislativas. Increíble. Ha hecho incursiones en casi todos los sectores de la actividad de las Administraciones públicas: sanidad, transporte, eutanasia, aborto, educación, universidad, medio ambiente, código penal, seguridad social, energía, seguridad nacional, policía, memoria democrática… y le faltaba entrar en el proceloso océano del galimatías del sistema tributario español.

Lo primero que debe resaltarse es que el sanchismo, en el ámbito hacendístico, significa gasto público compulsivo. Tan compulsivo como su incapacidad para decir la verdad y su querencia a la propaganda. Para colmar esa voracidad extractiva, aumenta abusivamente la carga fiscal, segunda característica de las políticas de nuestro líder. Llama la atención que los Gobiernos de los países occidentales bajen los impuestos y el nuestro no solo los sube sino que proyecta crear un nuevo tributo a las «grandes fortunas», a los «ricos» (una ocurrencia reactiva al anuncio de Moreno Bonilla de suprimir en Andalucía el impuesto sobre el Patrimonio).

Si peligroso es que el sanchismo se introduzca en los sectores arriba indicados, más temible es que penetre en un campo tan delicado y científicamente tan elaborado como es el de la justicia tributaria. ¿Qué entenderá Pedro Sánchez y su locuaz Ministra de Hacienda por justicia tributaria? ¿Cómo definirán al obligado tributario, los ricos? ¿Qué nivel de renta estará sujeto a este nuevo tributo, si al final se aprueba? El aventurerismo antropológico de Sánchez no le detendrá, como no le ha detenido en proponer un gravamen nuevo al sector energético y a las entidades de crédito y establecimientos financieros, por mucho que, en este último caso, cinco catedráticos de la especialidad, en un erudito y fundamentado informe del Instituto de Estudios Económicos, le hayan advertido de que su plan de gravar los beneficios extraordinarios («caídos del cielo») de esas empresas adolece de una más que presumible inconstitucionalidad, amén de vulnerar preceptos y principios del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE). Empero Sánchez se inclinará por «defendella y no enmendalla».

Otro tanto sucede con la absurda, populista y revanchista figura del impuesto a los «ricos». En su eventual aprobación, aplaudida por el ala podemita hasta salivar, no sería mucho pedir que el Gobierno, sus requetefinos asesores y sus apoyos parlamentarios tuvieran en cuenta que no se puede entrar en la materia tributaria como elefante en cacharrería, so pena de destrozar –no sería raro– el sistema de principios que rige la materia. En efecto, la ciencia tributaria predica del sistema tributario la prohibición de desigualdades entre los obligados tributarios y la igualdad de gravamen dentro de cada tributo. A ello deben añadirse los demás principios tributarios que se hallan en la Constitución y que han sido estudiados por los especialistas y la jurisprudencia constitucional: capacidad económica, racionalidad del sistema tributario, generalidad, no discriminación, proporcionalidad, progresividad, no confiscatoriedad e interdicción de la arbitrariedad (A. Rodríguez Bereijo; F. Rubio Llorente). Si se aprueba esta anunciada figura impositiva, ¿resistirá el control jurisdiccional? ¿Servirá de freno el riesgo de inseguridad jurídica que origina y la huida de capitales e inversores?

Conviene aquí y ahora recordar al hacendista italiano Amílcare Puviani cuando, en su Teoría della Illusione Finanziaria (Palermo, 1903), advertía del riesgo, en el terreno fiscal, de oprimir a los pobres tratando de gravar a los poderosos. Que los proponentes tomen nota.

  • José Torné-Dombidau y Jiménez es profesor titular de Derecho Administrativo y Presidente del Foro para la Concordia Civil
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