Ni la madre que la parió
España se hizo un hervidero. Y el fantasma Largo-Caballerista de la guerra civil habitó, una vez más, entre nosotros
Lo consiguió. En las próximas, inevitables e indigestas «comidas de Navidad» habrá que comenzar con la advertencia, habitualmente inútil, de que está prohibido «hablar de política». Incluso las entrañables reuniones familiares se convertirán en un campo de minas en las que será suficiente que un imprudente cuñado comente «y qué os parece lo de…» para que el ángel exterminador de la política de al traste con el 'Belén, campanas de Belén'. En un tiempo récord, con su desahogada chulería habitual, el patrañero de la Moncloa ha convertido a la España tranquila y confiada de la transición en campo de Agramante, en un 'todos contra todos' de patio de colegio. Al final va a conseguir darle la razón a su compañero y sin embargo enemigo Alfonso Guerra y que a España no la conozca ni la madre que la parió. Nunca nadie, ni siquiera el baldragas circunflejo, fue capaz de destrozar tantas cosas en tan poco tiempo.
Es difícil escribir una columna con cierto sosiego cuando los acontecimientos se acumulan y sobreponen en el más difícil todavía que deja obsoleta cualquier consideración antes casi de haber intentado escribirla. Al fin los peores augurios se cumplieron y la felonía se hizo carne plasmada en contrato redactado en el afamado despacho Boye-Puigdemont que, con la colaboración estelar del Cándido constitucional, abrieron el portillo de la traición.
Y España se hizo un hervidero. Y el fantasma Largo-Caballerista de la guerra civil habitó, una vez más, entre nosotros. Y todo lo que, inocentes criaturas, creíamos superado por el abrazo constitucional resultó ser un espejismo por más que asociaciones de jueces, empresarios, fiscales, abogados, funcionarios, juristas, colegios profesionales, diplomáticos y hasta guardia civil y policía nacional se manifiesten contrarios al acuerdo advirtiendo al cachetero de su ilegalidad e inconveniencia. Las calles se llenaron de voces airadas. La bandera, una vez más, fue apeada del mástil para convertirse en capisayo de protesta, olvidando que es la bandera de todos los españoles, catalanes, vascos y monclovitas incluidos. España contra España. Pero el Gobierno de don erre que erre no oía nada, dedicado en exclusiva a la compra del voto perdido. Y no hubo ni siquiera siete hombres honestos –siete– capaces de votar en conciencia oponiéndose a las perversas consignas de la secta. El Poder Ejecutivo se convirtió en poder ejecutor. El Legislativo en indigno y vergonzante cómplice. Y el Judicial, pese a sus protestas, anda en un tris de convertirse en comisariado del Ejecutivo. ¿Democracia? ¿Para qué?
Las redes sociales se llenan de «fakes» sabedoras de que en esta tierra el disparate es siempre bien acogido y contra más disparatado mejor, ya sea pontificando sobre las intenciones del Rey Felipe el sexto, de su padre el viejo –nunca exiliado ni emérito– pero desterrado Rey Juan Carlos; del abucheo y expulsión de Fernández Vara de un bar que nunca pisó; o del mismísimo ruido de sables que alguien conoce de «buena tinta». El caso es enrarecer el ambiente, enredar a ver si acaso nos liamos a mamporros mientras en Moncloa se frotan las manos ante tanta maniobra de distracción.
Y este escribidor empeñado en buscar cosas positivas –como Diógenes en Cínico buscaba hombres verdaderos con su farol encendido en pleno día– para, al fin tirar la toalla y proclamar, como aquel digno catalán, presidente de la república en su primera y desastrosa edición, don Estanislao Figueras y Moragas, antes de dar un portazo y tomar el tren a París: «Estoy hasta los cojones de todos nosotros». Pues eso.
- Alfredo Liñán Corrochano es licenciado en Derecho