Los fracasos de la democracia
En nuestra democracia, un dictador o una banda de malhechores pueden ser elegidos democráticamente y un perfecto demócrata puede ser considerado una amenaza y hasta un tirano
Son numerosos y algunos muy sonados. Por eso no hay que caer en la excesiva idealización del modelo sino centrarse en sus riesgos y peligros para protegerlo, como precisamente nos advirtió Alexis de Tocqueville, seguramente su más cualificado estudioso.
En efecto, todos deberíamos saber que el ideal democrático que se impone en el mundo tras la Segunda Guerra Mundial está en constante peligro y que en la actualidad no goza de buena salud por mucho que se insista en lo contrario. Basta constatar que estamos continuamente hablando de democracia, un indicio inequívoco de su crisis e incluso, tal vez, de su estado moribundo.
Las señales a este respecto son múltiples y variadas. De hecho, puede afirmarse que ya no quedan en el mundo sociedades que presenten un estándar democrático notable, ni siquiera aceptable, el resquebrajamiento es un hecho. Sucede, admitámoslo, que avergüenza reconocerlo y por eso nos pasamos el día reafirmando y proclamando consignas como «democracia avanzada», «democracias consolidadas» o «democracia plena». También haciendo escrutinio sobre quiénes son demócratas y quiénes son una amenaza.
El control del mercado de la opinión pública, el excesivo poder político y administrativo en todos los ámbitos de nuestras vidas y, muy especialmente, la conversión progresiva de los espacios públicos y nuestras ciudades en una especie de campos de reeducación hacia dogmas, materias y nuevas verdades absolutas, da la razón a críticos y pesimistas. Por no hablar de la infinidad de mecanismos tendentes a la captación de voto y construcción de gigantescas redes clientelares con cargo al erario. Antaño el sistema se transfiguraba con la nomenclatura, como la República Democrática Alemana o la República Democrática de Congo, y también mediante el control de los comités electorales. Era bien sencillo, pues quien los controlaba gobernaba la democracia. Hoy se han sofisticado más las cosas, pero el resultado viene a ser prácticamente el mismo, mezclado con la admiración y esperanza que generan las nuevas sectas triunfantes.
Esta es, no nos engañemos, la situación general y también la nuestra particular, en acelerada descomposición y donde ya nadie cumple sus deberes constitucionales, como estamos viendo estos días. Dos posiciones nos quedan al común de los ciudadanos. La primera, comprender aquello de Gustave Le Bon y asumir que «la razón crea la ciencia y los sentimientos dirigen la historia». Esto nos lleva a incluso a abdicar de nuestras convicciones democráticas y asumir, como hacen sin pestañear ni pudor alguno nuestros demócratas mandatarios, otros regímenes como mecanismos de organización política. ¿Cuán demócratas son quienes pactan, negocian, cabildean, transigen, colaboran o planifican, en pleno reconocimiento de igualdad, con criminales y tiranos acreditadísimos? ¿No somos pues, desde no pocas perspectivas, intercambiables? Llámenme reduccionista e incluso populista porque, claro, es más complejo. Será más complejo, pero cuando abiertamente uno se muestra indiferente con el déficit democrático de determinados países no es de extrañar que no le parezca mal para el propio.
La segunda opción que nos queda es huir y dejar tan pocas pistas como sea posible. Aceptar que hemos vivido en mero entreacto, que hemos sido por ello afortunados, y que es la hora de autoprotegerse como mejor vea uno. La hora de la autotutela cuando se constata que los imbéciles, los rencorosos, ensimismados, envidiosos e incluso criminales, alcanzan el poder, y desde ahí se liberan de su nulidad, desarrollando acto seguido, a lomos del Estado, una fuerza brutal, inmensa y progresivamente destructiva que vamos a padecer todos en mayor o menor intensidad.
En nuestro mundo actual, más aún en el pretendidamente democrático que en el no democrático, los hombres ya ladran como perros, que advertía Stefan Zweig. Pero no nos engañemos, no es posible atribuir todo lo que vemos a fuerzas exteriores, tampoco al miedo ni al servilismo. El fenómeno es de mayor calado y seguramente irreversible. El talento, el genio, ha dejado de constituir factor de éxito, sustituido deliberadamente por el alineamiento al grupo, el gregarismo y la mansedumbre. Las ideas triunfantes, incluidas las electorales, no tienen ya relación con el razonamiento o el espíritu crítico, todo es irritabilidad, credulidad y simplismo. Salirse de este esquema procura rechazo y los peores desprecios públicos. Se crean así formidables barreras de entrada al mercado de la dirigencia pública, pues nadie sensato osa ya mezclarse con semejante ciénaga.
Hay quien se centra en la educación. Cierto es que Taine nos enseñó que la educación es el único medio que tenemos para influir en el alma de un pueblo. Pero véanse los desoladores resultados también a este respecto. La educación puede llevar al olvido, a la lobotomía y hasta al terror. Y por esto, precisamente por esto, en democracia, en nuestra democracia, un dictador o una banda de malhechores pueden ser elegidos democráticamente y un perfecto demócrata puede ser considerado una amenaza y hasta un tirano.
- Juan José Gutiérrez Alonso es profesor de Derecho Administrativo de la Universidad de Granada