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TribunaFederico Romero

La peligrosa relativización de la interpretación jurídica

En España, estamos contemplando esta tendencia constructivista, para justificar las interpretaciones de las normas desde criterios ideológicos y de oportunidad diseñados por el poder

Actualizada 08:48

Al ciudadano de la calle, le va a costar entender que, un pacto entre dos partidos, que será esencial para la aprobación de la Ley Orgánica que configurará el CGPJ, pueda ser objeto de dos interpretaciones distintas. Recogido en una ambigua disposición adicional, forzada por la presión comunitaria, deja en el aire el grado de vinculación de los titulares de la iniciativa legislativa correspondiente (gobierno y grupos parlamentarios).

El poder político ha tenido siempre la tentación de poner el Derecho a su servicio. Singularmente el derecho administrativo en cuanto regulador de las administraciones públicas que les es propio. El llamado «uso alternativo del derecho», hijo espurio de la visión materialista del mismo, ha preparado el camino para hacer tambalear esa palabra de orden que, en los tiempos modernos, constituyó el Estado de derecho. La doctrina italiana, ya puso de manifiesto la perdida de contenido de los instrumentos jurídicos para poder convertirlos en una herramienta de legitimación del poder. Lo que empezó justificándose como un medio de defensa de los más pobres y débiles frente a la injusticia, se ha convertido en mecanismo de sumisión de la justicia a los detentadores del poder.

En España, estamos contemplando esta tendencia constructivista, para justificar las interpretaciones de las normas desde criterios ideológicos y de oportunidad diseñados por el poder. Algunos lo definen como una superación de la ley, pero, en realidad, limitan su virtualidad garantizadora de la libertad. El ejercicio de la noble función de los juristas, en los diversos campos de las administraciones públicas, está dividido entre los que se pliegan a las directrices de los gobernantes y los que tratan de mantener su independencia continuando como servidores de la ley. Dicho de otra manera, probablemente lo que se ha llamado «Derecho alternativo», que ha tenido éxito en algunos países sudamericanos de corte marxista y gramsciano, se está utilizando para revestir de juridicidad disposiciones normativas parcialmente injustas.

En cierto aspecto, la labor de servidor de la ley puede calificarse como «defensiva». Pero, cumpliendo la ley ¿a quién defendemos? Defendemos al ciudadano corriente, al simple contribuyente, a los innominados sin rostro frente al poder, sean de la tendencia política que sea, sean pobres o ricos, a los que, si no fuera por el jurista al servicio de cualquiera de las instancias del poder ejecutivo, no tendría una voz eficaz ante dicho poder. Los ejemplos pueden ser numerosos, pero, así como hay gobernantes honestos, que aceptan a quienes defienden la correcta aplicación de una ley justa, hay otros que utilizan toda clase de medios para forzar aquellas interpretaciones de esa ley justa, o normas que no lo son tanto, porque obedecen a criterios ideológicos que instrumentalizan la justicia. Tomas Moro se jugó la vida –y la perdió– por no plegarse a la voluntad de Enrique VIII. Hoy no hay que llegar a tanto, pero los funcionarios que tienen el deber de «informar en derecho», pueden acabar no tocando más papeles que los que necesitan para hacer pajaritas. El control de legalidad de las administraciones públicas se realiza internamente, en gran parte, por medio de los que preceptivamente tienen el deber de asesorar en derecho y, en lo que respecta a materias con una vertiente económica, los interventores. El tipo de conocimiento de estos funcionarios, tiene de positivo que conocen muy de cerca los asuntos que le son sometidos, pero también tiene el riesgo de la falta de objetividad, sobre todo por mor de las presiones políticas de la que venimos hablando. El control externo se realiza hoy en día por las auditorías públicas o el Tribunal de Cuentas. Pero, en un Estado de derecho, la última instancia del poder de control de legalidad son los tribunales de justicia. Y todos sabemos las crecientes dificultades de las relaciones institucionales que hoy existen entre los distintos poderes del Estado.

Por otro lado, si el sometimiento del Estado a la Ley es esencial en un Estado llamado: «de derecho», puede que no nos demos cuenta de la importancia de la «calidad del ordenamiento jurídico». De su coherencia y claridad, depende que sea más difícil la variedad de interpretaciones que faciliten las antinomias y lagunas y, por tanto, que dificulten lo que llamo «una hermenéutica a la carta» por parte de los asesores en derecho. Pero un ordenamiento jurídico compuesto en gran parte por una sobreabundancia de Decretos Leyes, o sirviendo de vehículo urgente con contenidos inadecuados y oportunistas, difícilmente puede alcanzar la plenitud y coherencia que exige un ordenamiento jurídico de calidad. Se somete así el Estado al imperativo de normas que son un conjunto de «normas-medida», de corte ideológico y de validez inmediata, que en realidad pueden conducir no a un Estado de justicia, sino que son un instrumento al servicio de una determinada política.

El ordenamiento jurídico demanda «generalidad real de las normas, claridad y estabilidad». Como ha dicho Emilio Lledó, reflexionando sobre la ética aristotélica: «el verdadero nomos brotará del consenso … la ley no es una estructura pasiva. Su contenido es la historia, la masa de intereses que se aglutinan en una época, depurados de la temporalidad inmediata, del tiempo anecdótico, se abstraen en formas teóricas que reflejan, sin embargo, las tensiones y orientaciones de lo colectivo». Pero el consenso no puede basarse nunca en la ambigüedad.

Federico Romero Hernández es jurista

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