Comienza el curso político
Actualmente también se tiende a criticar la Transición misma. La mayoría estamos de acuerdo en que tuvo luces y sombras, pero ese «acuerdo de los posible», que evitó una salida violenta del anterior régimen, formó parte de esa realista concepción de la Política como «arte de lo posible»
Vivimos al comienzo de un nuevo curso político un momento inquietante, no solo en el ámbito nacional sino también en el panorama internacional, lo que lo hace aún mas peligroso. Desde diversas posturas –que no ideas– la escisión social cava un hoyo más profundo, convirtiendo lo que serían lógicas diferencias en bandos irreconciliables. Dios quiera que estos no se conviertan en bandas armadas y los hoyos separadores en trincheras, como ocurrió en la Guerra Civil española. Confiamos demasiado en que nuestra pertenencia a Europa, el desinterés, o la apatía de una parte de la juventud o, sencillamente, el sentido común, nos haga ver dónde está el interés general que nos exige encontrar formas de consenso, sin tacharlas de dejaciones ni ausencia de convicciones. Pero estos supuestos apoyos no parecen firmes y resulta necesario tener una amplia perspectiva histórica que, por olvido de la historia, nos conduzca a repetirla. Y, como en un zoom debemos verla, desde la amplitud de miras, hasta la más concreta y pormenorizada realidad inmediata.
La verdadera Historia Universal ha empezado desde el momento mismo en el que la unidad planetaria la ha hecho posible. Karl Jaspers, que ha hecho uno de los mejores esquemas de esa historia global –en «Origen y meta de la historia»– la articula en grandes etapas milenarias, cuya contemplación nos vacuna de la enfermedad de sentirnos el ombligo del mundo o de situarnos en el centro de los tiempos. Ello nos lleva a que el mapa de las distintas intrahistorias: locales, nacionales, continentales… deba ser analizado sin perder de vista esa gran perspectiva que contextualiza los acontecimientos y los limpia de los sesgos políticos e ideológicos que, desde posiciones interesadas, en momentos concretos, los contaminan. Acabo de oír por primera vez la entrevista que hizo en su día Sánchez Dragó a Santiago Carrillo, uno de los protagonistas de la Transición política de 1978. Y cuando le preguntaron sobre los asesinatos de Paracuellos, siendo entonces el entrevistado el responsable del orden público, después de dejar constancia (para lamentarse) que sobre eso le habían preguntado por enésima vez, justificó su posición por no contar con los medios adecuados para controlar una situación desbordada por las acciones de los milicianos. También, respecto a la situación de lo que se podría calificar como la etapa más dura del franquismo se encuentran motivaciones, que a algunos le pueden parecer justificadas y para otros no. Carrillo no perdió la oportunidad de subrayar en un momento de la entrevista que, así como los vencedores de la guerra habían sido enaltecidos, los perdedores habían sido denostados o criminalizados.
Desde el final de la Guerra Civil española ha habido dos etapas claramente diferenciadas. Hasta la Transición, durante la cual parecía que las heridas habían ido cicatrizando, excepto para los independentistas, abriendo otras nuevas la actividad de ETA, y la posterior a aquel hito, en la que la animadversión a aquellos vencedores se ha ido instalando y penalizando cualquier forma de exaltación del franquismo. ¿Empatados Señor Carrillo? Pero la «Memoria democrática o histórica» sigue en su trasfondo de resentimiento cavando su hoyo en forma de trinchera. Y uno de los peligros de la polarización es que esa estrategia política se traslada a la sociedad, cuando ya están lejanos los hechos y no permiten su contemplación objetiva y desapasionada.
Actualmente también se tiende a criticar la Transición misma. La mayoría estamos de acuerdo en que tuvo luces y sombras, pero ese «acuerdo de los posible», que evitó una salida violenta del anterior régimen, formó parte de esa realista concepción de la Política como «arte de lo posible». La democracia en ese momento originada es imperfecta, como siempre. Y estamos de acuerdo con Juan Manuel de Prada en que lo mecanismos de los escrutinios y los pactos oportunistas no reflejan certeramente la voluntad general. Que los «regímenes democráticos se fundan en el relativismo». Pero cuando esa voluntad general atiende solamente a la voluntad de los adeptos, cuando el que está en el poder como si «los buenos somos nosotros y los malos los otros», cuando lo que en el fondo trata es de perpetuarse en la poltrona, aprovechando la polarización, se proclama eso de «optimismo y proyectos», el panorama se ensombrece ante una narrativa precocinada con los ingredientes de la mera sonoridad y la ambigüedad.
Esa ambigüedad no es capaz de velar el peligro que para el Estado de derecho supone que el Ejecutivo trate de neutralizar la función equilibradora de los otros poderes. Pero, sobre todo, lo peor es una democracia basada en la mentira, que es el ingrediente esencial de los totalitarismos. No hay más que leer a Vasili Grossman o a Solzhenitsin, o ver películas de la UFA, en pleno auge del nazismo, o la película de Konchalovski «Queridos camaradas», para comprender sus posibles efectos devastadores. De ahí el necesario rearme de la sociedad, basándose en la verdad y no cayendo en la trampa de polarizaciones cainitas. Retomo a Jaspers: «La condición de hombres es la solidaridad humana, iluminada por el derecho natural y el derecho humano». Solo profundizando en esa perspectiva de la solidaridad humana, con un sentido certero de nuestro momento histórico, evitará que la traicionemos y podamos enfrentarnos al futuro con fundada esperanza.
- Federico Romero Hernández es jurista