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Chantal Delsol

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Chantal Delsol: la filósofa que anuncia el fin de la civilización cristiana pero no del cristianismo

Cada poco tiempo aparece un libro en Francia que analiza el presente e intenta adivinar el futuro del cristianismo en tierras galas y, por extensión, en el conjunto de Europa. La última en sumarse ha sido la filósofa Chantal Delsol con su libro La Fin de la Chretienté, donde aborda dos planos: el descriptivo y el valorativo, incluyendo en este último sus previsiones sobre el futuro de los cristianos en Europa.

En el primero todo no hay grandes descubrimientos (excepto para algún despistado que aún no ha caído del guindo… que los hay). La civilización cristiana ha llegado a su fin en Occidente, seguirá existiendo religión cristiana, en algunos pocos aquí y en muchos en otros continentes, pero la cristiandad, esto es, el cristianismo en cuanto civilización, en cuanto creador de costumbres, de leyes, de instituciones, de una cosmovisión, de un modo de vida, se ha acabado. La fe cristiana ya no tiene capacidad de incidencia pública real: son los comités de ética, pluralistas y tutelados en última instancia por el Estado, los que deciden qué es legítimo moralmente en nuestras sociedades.

Delsol brilla más al abordar el presente y señalar que esa civilización cristiana que ha desaparecido no deja un vacío en su lugar, sino que estamos viendo emerger una nueva civilización, occidental pero no cristiana, que recicla elementos cristianos y los transforma radicalmente, como cuando muta la caridad cristiana en humanitarismo. Un humanitarismo que no se funda en lo trascendente, que ha sustituido el Reino de Dios con la utopía terrenal. De las promesas ha hecho programas, dando lugar a una moral a la vez, en palabras de Delsol, despótica e irrealista, una moral convertida en moralina.

Se plantea también si, al perder las referencias cristianas, también perderemos aquello que ha nacido de ellas. Delsol no se hace ilusiones al respecto y constata, por ejemplo, que las generaciones más jóvenes no entienden que se le deba de dar ninguna primacía al ser humano sobre otras especies y se decantan por lo que llama una creencia cosmoteísta, una religión panteísta en la que el cosmos es percibido como un dios y la ecología uno de sus pilares. El continuado declinar del cristianismo en Europa significa su sustitución por sucedáneos: la salvación personal se transforma en anhelo de salvación colectiva y social y los pecados capitales son sustituidos por los nuevos males: imperialismo, guerra, opresión, homofobia… La creencia en la dignidad sustancial del ser humano deja paso a una dignidad conferida desde el exterior, social y no sustancial, y por tanto relativa.

Delsol traza un paralelismo entre nuestro mundo y el del paganismo de la Antigua Roma, en la que la religión era algo doméstico mientras que la moral era determinada por quienes poseían el poder político. Esta evolución es, dirá, una inversión normativa y ontológica que es justo lo inverso de lo realizado por el cristianismo en el siglo IV.

El libro ha generado polémica. No tanto por lo expuesto hasta aquí como por la resignación que permean todas sus páginas, cuando no su aprobación: Delsol, aunque es católica, denuncia el «pasado opresivo» de la civilización cristiana y se pregunta si el fin de esta civilización no es, «más que una catástrofe, algo bueno», concluyendo que renunciar a ella, finalmente, «no es para nada un sacrificio doloroso». Se muestra, además, convencida de que la desaparición del cristianismo de la vida social era imposible de detener. Todos los intentos por preservar una cultura cristiana son, y han sido, inútiles, una pérdida de tiempo. ¿Y qué se supone que deberíamos hacer quienes todavía nos reconocemos como cristianos? Sobrevivir y poco más, tomar ejemplo de los judíos, y centrar nuestros esfuerzos en impedir ser asimilados.

Para acabar de completarlo, Delsol explicita lo que piensa sobre la gran responsabilidad del clero en la muerte de la civilización cristiana. En una muy ilustrativa entrevista con Arnaud Imatz, cuya traducción ha publicado El Manifiesto, Delsol declara al respecto: «dado que frecuento muchas instituciones dirigidas por el clero y soy activa en ellas, me sorprende descubrir una especie de inmovilidad y de estupor entre nuestro clero (del tipo: ¡Y qué!... ¡Ya pasaron cosas parecidas!...), junto con un autoritarismo increíble, como si fueran los únicos que tuvieran que gobernar la tierra y el mar, a lo que se le añade un gusto enfermizo por los honores, por los puestos». Muy en la línea de lo que escribía no hace mucho en Le Figaro: «Pienso que la Iglesia es una institución obsoleta… que comprende su gobierno como un despotismo… y ya no puede ser aceptada por nuestros contemporáneos».

Una visión desesperanzada que parte de una mirada honesta a la realidad, pero que está lastrada por una concepción naturalista, por un sociologismo que se niega a ver el impacto de lo sobrenatural. Claro que, quien más quien menos, todos hemos visto en la Iglesia algo de lo que Delsol denuncia, pero la Iglesia es mucho más que esas miserias. Un defecto que sale a relucir en diversos juicios, como cuando concibe la libertad personal como necesariamente en contradicción con la civilización cristiana, algo que es cierto para algunas concepciones de la libertad pero que no puede ser más falso para una concepción verdadera de ésta. En este sentido, parece que Delsol ha asumido como ciertas, o al menos como inobjetables en el momento presente, muchos de los dogmas de una modernidad construida en oposición a la fe cristiana. Desesperanza, cree que estos se han impuesto de forma irreversible, sin considerar ni por un momento que el corazón de todo hombre está inquieto hasta encontrar y descansar en el Dios verdadero, ni vislumbrar una dinámica que ya se está empezando a observar: la de los desengañados y víctimas del postcristianismo.

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