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13 de septiembre de 2024

Santa Ana enseñando a leer a la Virgen, de Bartolomé Esteban Murillo

Santa Ana enseñando a leer a la Virgen, de Bartolomé Esteban MurilloMuseo Nacional del Prado

De tal palo, tal astilla: cuatro madres santas cuyos hijos también llegaron a los altares

Santa Ana y la Virgen María o santa Isabel y el Bautista son algunos de los ejemplos más conocidos

Cuenta la tradición que Fe, Esperanza y Caridad eran las tres hijas de santa Sofía. También que sus vidas estuvieron marcadas por la piedad y el amor a Cristo, pero fueron cortas, ya que el emperador Adriano ordenó decapitarlas delante de su propia madre. Tres días y tres noches después de llorar sus pequeñas, de 12, 10 y 9 años, Sofía murió. Todas ellas están en la larguísima lista de santos de la Iglesia católica junto con otras parejas de madres e hijos.

Santa Ana y la Virgen María o santa Isabel y el Bautista son algunos de los ejemplos más conocidos, pero en los anales de la historia de la Iglesia se recogen otras muchas biografías de santos cuyas virtudes seguramente le fueran traspasadas por sus progenitoras.

San Agustín con su madre, santa Mónica, quien tantos años rezó por la conversión de su hijo

San Agustín con su madre, santa Mónica, quien tantos años rezó por la conversión de su hijo

Santa Mónica, madre de Agustín de Hipona

En lo que es hoy Argelia vivía Mónica. Era todavía muy joven cuando contrajo matrimonio con un decurión pagano llamado Patricio, con quien tuvo tres hijos: dos varones, Agustín y Navigio; y una mujer, cuyo nombre se desconoce. La santa es recordada por sus extraordinarias virtudes cristianas, por haber rezado intensamente por la conversión de su hijo (que acabó siendo doctor de la Iglesia) y por haber soportado el adulterio de su marido. Tras 17 años de insistencia, de haber viajado tras las huellas de su hijo hasta Italia, vio a Agustín convertido y bautizado a los 28 años de edad, después de una vida descarriada.

También Clara, una joven de Asís, de familia noble, se unió a la escuela de Francisco. Así nació la Segunda Orden franciscana, la de las clarisas, otra experiencia destinada a dar insignes frutos de santidad en la Iglesia. También el sucesor de Inocencio III, el Papa Honorio III, con su bula Cum dilecti de 1218 sostuvo el desarrollo singular de los primeros Frailes Menores, que iban abriendo sus misiones en distintos países de Europa, incluso en Marruecos. En 1219 Francisco obtuvo permiso para ir a Egipto a hablar con el sultán musulmán Melek-el-Kâmel, para predicar también allí el Evangelio de Jesús. Deseo subrayar este episodio de la vida de san Francisco, que tiene una gran actualidad. En una época en la cual existía un enfrentamiento entre el cristianismo y el islam, Francisco, armado voluntariamente sólo de su fe y de su mansedumbre personal, recorrió con eficacia el camino del diálogo. Las crónicas nos narran que el sultán musulmán le brindó una acogida benévola y un recibimiento cordial. Es un modelo en el que también hoy deberían inspirarse las relaciones entre cristianos y musulmanes: promover un diálogo en la verdad, en el respeto recíproco y en la comprensión mutua (cf. Nostra aetate, 3). Parece ser que después, en 1220, Francisco visitó la Tierra Santa, plantando así una semilla que daría mucho fruto: en efecto, sus hijos espirituales hicieron de los Lugares donde vivió Jesús un ámbito privilegiado de su misión. Hoy pienso con gratitud en los grandes méritos de la Custodia franciscana de Tierra Santa. A su regreso a Italia, Francisco encomendó el gobierno de la Orden a su vicario, fray Pietro Cattani, mientras que el Papa encomendó la Orden, que recogía cada vez más adhesiones, a la protección del cardenal Ugolino, el futuro Sumo Pontífice Gregorio IX. Por su parte, el Fundador, completamente dedicado a la predicación, que llevaba a cabo con gran éxito, redactó una Regla, que fue aprobada más tarde por el Papa. En 1224, en el eremitorio de la Verna, Francisco ve el Crucifijo en la forma de un serafín y en el encuentro con el serafín crucificado recibe los estigmas; así llega a ser uno con Cristo crucificado: un don, por lo tanto, que expresa su íntima identificación con el Señor. La muerte de Francisco —su transitus— aconteció la tarde del 3 de octubre de 1226, en "la Porziuncola". Después de bendecir a sus hijos espirituales, murió, recostado sobre la tierra desnuda. Dos años más tarde el Papa Gregorio IX lo inscribió en el catálogo de los santos. Poco tiempo después, en Asís se construyó una gran basílica en su honor, que todavía hoy es meta de numerosísimos peregrinos, que pueden venerar la tumba del santo y gozar de la visión de los frescos de Giotto, el pintor que ilustró de modo magnífico la vida de Francisco. Se ha dicho que Francisco representa un alter Christus, era verdaderamente un icono vivo de Cristo. También fue denominado "el hermano de Jesús". De hecho, este era su ideal: ser como Jesús; contemplar el Cristo del Evangelio, amarlo intensamente, imitar sus virtudes. En particular, quiso dar un valor fundamental a la pobreza interior y exterior, enseñándola también a sus hijos espirituales. La primera Bienaventuranza en el Sermón de la montaña —Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5, 3)— encontró una luminosa realización en la vida y en las palabras de san Francisco. Queridos amigos, los santos son realmente los mejores intérpretes de la Biblia; encarnando en su vida la Palabra de Dios, la hacen más atractiva que nunca, de manera que verdaderamente habla con nosotros. El testimonio de Francisco, que amó la pobreza para seguir a Cristo con entrega y libertad totales, sigue siendo también para nosotros una invitación a cultivar la pobreza interior para crecer en la confianza en Dios, uniendo asimismo un estilo de vida sobrio y un desprendimiento de los bienes materiales. En Francisco el amor a Cristo se expresó de modo especial en la adoración del Santísimo Sacramento de la Eucaristía. En las Fuentes franciscanas se leen expresiones conmovedoras, como esta: "¡Tiemble el hombre todo entero, estremézcase el mundo todo y exulte el cielo cuando Cristo, el Hijo de Dios vivo, se encuentra sobre el altar en manos del sacerdote! ¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad, oh humilde sublimidad: que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan!" (Francisco de Asís, Escritos, Editrici Francescane, Padua 2002, p. 401). En este Año sacerdotal me complace recordar también una recomendación que Francisco dirigió a los sacerdotes: "Siempre que quieran celebrar la misa ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo" (ib., 399). Francisco siempre mostraba una gran deferencia hacia los sacerdotes, y recomendaba que se les respetara siempre, incluso en el caso de que personalmente fueran poco dignos. Como motivación de este profundo respeto señalaba el hecho de que han recibido el don de consagrar la Eucaristía. Queridos hermanos en el sacerdocio, no olvidemos nunca esta enseñanza: la santidad de la Eucaristía nos pide ser puros, vivir de modo coherente con el Misterio que celebramos. Del amor a Cristo nace el amor hacia las personas y también hacia todas las criaturas de Dios. Este es otro rasgo característico de la espiritualidad de Francisco: el sentido de la fraternidad universal y el amor a la creación, que le inspiró el célebre Cántico de las criaturas. Es un mensaje muy actual. Como recordé en mi reciente encíclica Caritas in veritate, sólo es sostenible un desarrollo que respete la creación y que no perjudique el medio ambiente (cf. nn. 48-52), y en el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año subrayé que también la construcción de una paz sólida está vinculada al respeto de la creación. Francisco nos recuerda que en la creación se despliega la sabiduría y la benevolencia del Creador. Él entiende la naturaleza como un lenguaje en el que Dios habla con nosotros, en el que la realidad se vuelve transparente y podemos hablar de Dios y con Dios.

Santa Clara de Asís

Ortolana de Asís, madre de las santas Clara e Inés

Casada con el noble Favarone Offreduccio, cuando quedó viuda se unió al monasterio de san Damián, que había fundado su hija, la gran santa Clara de Asís. Ortolana era profundamente piadosa y devota, según la definió su vecina Pacífica. Cuenta la tradición que en un viaje a Tierra Santa, tuvo una visión mientras oraba: de su vientre salía una rama con tres brotes luminosos; entendió que tendría tres hijas que serían gloria del mundo. Es venerada como beata en la Iglesia católica.

Santa Emilia y sus cinco hijos santos

El crecimiento del cristianismo era un desafío para el imperio romano. Corría el siglo III y el matrimonio formado por san Basilio y santa Emilia había concebido ya nueve o diez hijos (no se sabe con exactitud). A ella se la venera como santa, pero no es la única de su familia. Cinco de sus hijos también lo son: Basilio de Cesárea, Macrina la Joven, Pedro de Sebaste, Gregorio de Nisa y Naucracio; además de su suegra Macrina la mayor. Toda su vida la dedicó a la fe cristiana. Su forma de vida ascética atrajo a otras mujeres que convivieron en un ambiente casi conventual, alejadas del materialismo.

Retrato de Celia Guérin

Retrato de Celia Guérin

Santa Celia Guérin y Teresita de Lisieux

Hija de un gendarme y una campesina, Celia Guérin quiso seguir los pasos de su hermana y entrar en la vida religiosa, pero fue disuadida por la superiora del Hôtel Dieu. Hizo de su taller de costura su forma de vida y se casó a los 27 años con Louis Martin. Ambos acordaron llevar un matrimonio josefino –como el de María y José, tratándose como hermanos y sin tener hijos–, pero su confesor les aconsejó que tuvieran descendencia y cambiaron su postura. La Iglesia se habría quedado sin Teresita de Lisieux, primera mujer doctora de la iglesia y patrona de las misiones sin haber salido nunca de su convento.

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