Buenos mimbres.
Para comprender la vida de la santa de Ávila, se puede acudir a varias biografías —como la de Marcelle Auclair—, dentro de las cuales destaca, sin duda, la que Teresa misma escribió. Y en las primeras páginas, además de la constante humildad —no se arredra a la hora de humillarse a sí misma—, nos cuentan cuáles son algunos de los mimbres con que edificó su personalidad y su obra. La humildad no sólo le sirvió como retórica de captación de benevolencia, sino que era el prisma como prefería observarse. No era una humildad paralizante, sino que, en muchas ocasiones, recordaba a aquel clásico gentil de «recuerda que sólo eres un mortal».
El inicio de su autobiografía se refiere a la importancia de los padres: «el tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara, si yo no fuera tan ruin, para ser buena». De su padre destaca la afición a las lecturas de calidad, rasgo que ella heredó, pues se convirtió en «amiguísima de leer buenos libros». También le marcó en el alma la aversión que su padre tenía a la idea de poseer esclavos, y el buen trato que brindaba a los pobres, los enfermos y los criados. De su madre, la piedad, la devoción a María y a los santos. Asegura Teresa: «tomé por abogado y señor al glorioso san José, y encomendéme mucho a él … No me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer». Explica: «quiere el Señor darnos a entender que, así como le fue sujeto en la tierra, que, como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía mandar, así en el Cielo hace cuanto le pide».