Un antropólogo misionero explica por qué nos cuesta ser generosos y cómo remediarlo
El sacerdote y escritor Martí Colom, que ha ejercido como misionero en Estados Unidos, República Dominicana y Bogotá, explica los cuatro motivos principales «por los que nos cuesta tanto ser personas desprendidas»
Aunque a la hora de escribir las cartas a los Reyes Magos solemos sentirnos más generosos que de costumbre, el día a día de los españoles no se caracteriza por el desprendimiento. Así se deduce, al menos, del estudio World Giving Index 2024, elaborado por la Charities Aid Foundation, que muestra las tendencias en torno a la generosidad en todo el mundo. Un estudio llamativo, que recopila cuántas personas dicen haber aportado donaciones económicas, ayudado a desconocidos o participado en algún tipo de voluntariado a lo largo del último año, y que sitúa a nuestro país en el puesto 78 de 142 a nivel mundial.
Según estos datos, España queda muy lejos de los cinco países que encabezan el ranking, y en el que, por cierto, no se encuentra ninguno de los que tienen economías más boyantes: Indonesia, Kenia, Singapur, Gambia y Nigeria. Pero, ¿por qué nos cuesta ser generosos, incluso los cristianos, a quienes Jesús insiste en que «hay más alegría en dar que en recibir», como recoge el Libro de los Hechos?
Egoísmo «evolutivo»… pero no sólo
Según el sacerdote y antropólogo Martí Colom, que lleva décadas como misionero en zonas vulnerables de Estados Unidos, en República Dominicana y en Bogotá, «la generosidad sigue costándonos, y mucho, en primer lugar, porque dos mil años son apenas un suspiro en comparación con la larguísima historia de la evolución de nuestra especie, y hay en cada ser humano un poderoso instinto animal de autopreservación, atávico y primitivo, que nos hace levantar las cejas con incredulidad cuando se nos dice que para ganar la vida hay que perderla».
Por eso, «a menudo somos mucho más esclavos de esta herencia, tan remota y a la vez tan actual, de lo que quisiéramos admitir», explica en su último libro Elogio espiritual de la generosidad. Sin embargo, más allá de esta razón evolutiva, hay otros cuatro motivos principales por los que nos cuesta desprendernos de aquello que tenemos para compartirlo con los demás, tal y como disecciona Colom.
Persuadidos de nuestra pobreza
«La generosidad —apunta el sacerdote— nos cuesta porque pensamos que somos más pobres de lo que somos. A veces, el peor enemigo del desprendimiento es la convicción de que no tenemos nada para dar».
Por su experiencia en distintas latitudes, este misionero confirma que «si logran persuadirme de mi pobreza, mi reacción natural será proteger con uñas y dientes los pocos bienes que creo tener; y darlos alegremente y dilapidar mis menguantes posesiones se me antojará como una imprudencia suicida».
Y aunque «si bien nuestras penurias pueden ser muy ciertas, también lo son nuestros talentos, nuestras habilidades, nuestra creatividad, nuestra ilusión y una larga lista de bienes que, si los reconociéramos, podríamos poner al servicio de los demás».
Una paradoja egoísta
En segundo lugar, el antropólogo y escritor especifica que «la generosidad nos cuesta porque pensamos que estamos más solos de lo que estamos». Y lo explica: «Una paradoja de nuestro tiempo, señalada por muchos, es que en la era de la hiperconectividad, cada vez hay más gente que se siente sola» y «la convicción individualista de que cada cual vive en su mundo y de que el destino de los demás no me compete, apaga la llama de la generosidad».
La realidad, matiza el autor de Elogio espiritual de la generosidad (ed. San Pablo), es que «por supuesto que no estamos solos, sino todo lo contrario. Dependemos más que nunca unos de los otros, viajamos todos en la misma barca y el destino de cualquier persona y pueblo afecta a todos los demás. Entenderlo redundaría en una mayor toma de conciencia de la imperiosa necesidad de ser un poco más generosos».
La cantinela capitalista
En tercer lugar, «la generosidad nos cuesta porque nos hemos creído la cantinela, tan propia del capitalismo, de que somos lo que tenemos», explica Colom.
«El paradigma del rendimiento económico lo invade todo, hasta el punto de que muchas personas terminan convenciéndose de que el único modo que existe para calibrar su valía personal es contar el dinero que atesoran en el banco. Asimilan su éxito —que por supuesto podría considerarse desde una enorme variedad de ángulos— a su fortuna», indica.
Y, desde esta perspectiva, «el desprendimiento se hace muy cuesta arriba, porque para quienes viven persuadidos de que su identidad depende de sus tesoros, dar de lo suyo equivale a poner en riesgo su misma integridad».
Esclavos de nuestros bienes
Por último, Martí Colom apunta hacia una de las enseñanzas más incómodas del Magisterio de la Iglesia: el destino común de los bienes. «La generosidad —afirma— nos cuesta porque nos creemos dueños de aquello de lo que solo somos custodios. La propiedad privada se convierte en una verdad intocable, en un axioma que no admite cuestionamientos. Nos creemos dueños y señores del dinero que hemos ganado —así como de nuestro tiempo, de nuestras energías, de nuestra inteligencia…— e ignoramos, porque nos conviene, que la fe nos invita a matizar el dogma de la propiedad privada, y a considerar que todo lo que tenemos, incluido lo material, es un don de Dios, más que el resultado de nuestros esfuerzos, y que Dios nos lo ha dado para nuestro disfrute personal, sí, pero también para que con ello contribuyamos al bien común».
La consecuencia inmediata de todo ello «es que terminamos esclavos de nuestros bienes: en vez de verlos como herramientas y medios para avanzar en nuestro crecimiento humano personal (y espiritual), terminamos considerándolos como un fin en sí mismos, nuestra razón de ser, el dios que adoramos».
Dones de Dios al servicio de los demás
Ante todas estas falsas creencias, este sacerdote misionero, antropólogo y escritor, señala que «la verdad es que tenemos mucho más de lo que a veces pensamos, que no estamos tan solos como creíamos, que somos más, muchísimo más, de lo que poseemos, y que, en realidad, lo que decimos que poseemos no es tan nuestro como pensábamos». Y concluye: «La fe ayuda a todo ello, pues cuando entiendes que eres infinitamente querido por Dios, descubres que este bien es tu mayor posesión, y lo único que necesitas. Y que, además, esto no podrá quitártelo nadie. Desde esta certeza es mucho más fácil vivir el desprendimiento» y llegar a «una reflexión más matizada acerca de la propiedad privada, en la que entendamos que lo nuestro es también de los demás: son bienes que Dios y la vida nos han regalado para que los pongamos al servicio del bien común».