Crítica de cine
'La cocina', un interesante retrato de la vida oculta de los inmigrantes
La película está dirigida por el mexicano Alonso Ruizpalacios y se basa en el texto teatral de Arnold Wesker
La cocina como escenario cinematográfico es ya algo clásico y establecido, que nos ha brindado comedias y dramas de altura. Desde películas visualmente apabullantes como Vatel (R. Joffé, 2000) a cintas de gran virtuosismo formal como Hierve (Barantini, 2021), pasando por títulos tan variopintos como Ratatouille (2007), Sin reservas (2007), Deliciosa Martha (2001), Bon apetit (2010), El chef, La receta de la felicidad (2012), Una receta familiar (2018), Delicioso (2021), A fuego lento (2023) o El cocinero de los últimos deseos (2017) entre innumerables ejemplos.
Pero dentro de este subgénero culinario, hay películas que introducen un sabroso ingrediente en su receta: la inmigración. Recordemos cómo la maravillosa El festín de Babette (G. Axel, 1987) ya trataba de una cocinera que había emigrado de su Francia natal huyendo de la persecución revolucionaria. Esta semana se estrena una singular película ambientada en el The Grill, un restaurante popular que recuerda a nuestros VIPS, pero a lo grande, situado en Times Square de Nueva York.
La película está dirigida por el mexicano Alonso Ruizpalacios y se basa en el texto teatral de Arnold Wesker. La película nos introduce en el laberinto físico y humano las cocinas de The Grill. Y lo hace de la mano de una joven mejicana sin papeles que llega para una entrevista de trabajo como cocinera. Le avala Pedro, otro mejicano sin papeles que trabaja allí en la sección de pollos.
Casi todos los cocineros son inmigrantes, muchos latinos, otros de países musulmanes, hay negros y orientales. Como dice uno de ellos, «parece la ONU». Pedro está enamorado de Julia, una cocinera a la que ha dejado embarazada, y que se está pensando abortar. Lo que sirve como detonante de la trama es que al contable le han desaparecido 800 euros. El jefe de personal inicia una investigación sobre quién ha podido ser el ladrón.
La película es un auténtico caleidoscopio de nuestro tiempo, donde se dan cita muchas de las lacras de la sociedad actual: precariedad laboral, precariedad sentimental, precariedad de salud mental, precariedad emocional. Todo ello hace que la violencia y la crispación estén a flor de piel. Pero en ese poco halagüeño panorama, los personajes son supervivientes resilientes, albergan sueños y esperanzas de una vida mejor.
Ruizpalacios opta por un blanco y negro que nos aleja del típico colorido de las películas culinarias para centrarse en los grises de unas vidas que se desarrollan en los laberintos sin luz de esa cocina, que recuerda a un laborioso hormiguero. A pesar del estrés de la cocina, siempre hay tiempo para explosiones de humanidad: momentos para cantar, para hacer bromas, para jugar en el callejón trasero, para echarse un cigarro y filosofar. La película tiene cosas duras y tristes, pero sobre todo es vitalista, un canto a las ganas de vivir, y en ese contexto hay que entender la trama sobre el aborto, que en ningún momento se desdramatiza.
Aunque Pedro está dispuesto a ayudar económicamente a Julia para que aborte, lo que realmente él desea es que tenga el hijo, encarnación tangible de una esperanza. Pero para ella supone quedarse sin trabajo en una jungla en la que es impensable volver a la casilla de salida. En fin, una cinta arriesgada, agridulce y llena de autenticidad.