Crítica de la nueva Nosferatu: «Estas malas copias muestran una crisis creativa descomunal»
Este filme se sitúa en la línea realista, que poco aporta a lo cinematográfico, de uñas sucias, pústulas y eccemas
Por conocida que sea, no deja de tener encanto la siguiente anécdota:
Cuando estaban rodando Nosferatu (1922), el director, F.W. Murnau, y el guionista, Henrik Galeen, se dieron cuenta de que debían cambiar el final para que no cantase tanto el parecido de la película con Drácula, la novela que adaptaban sin el permiso de la viuda de Bram Stoker. Ciertamente, el filme cambia nombres y localización pero sigue muy de cerca el libro. Solo el desenlace, cuando el sol mata al conde Orlok, se aleja radicalmente. Y así el cine, medio en ciernes pero ya inmensamente poderoso, convirtió al Sol como causa de muerte de los vampiros. Es decir, un intento de evitar pagar derechos de autor (1) fabricó uno de los elementos más característicos del universo de lo vampírico.
El otro día, cuando iba a ver una de esas nuevas pelis de peluches taxidérmicos animados, me topé, más por horario que por ganas, con que han estrenado una nueva versión de Nosferatu. No de la novela Drácula. De la soberbia película de Murnau.
Nosferatu (2024) es mucho más grandilocuente que la original. En estos tiempos donde la película -el celuloide- no es parte sustancialísima del presupuesto de una producción, se tiende a hacerlo todo más largo. En ocasiones, muchísimo más largo. No solo eso: el misterio, el terror, el llamamiento a lo sublime en su sentido romántico -y que no aparece en los libros de texto españoles-, se hace más a partir del estruendo de la banda sonora y de lo avanzado de lo digital que de la delicadeza de los detalles.
Este filme se sitúa en la línea realista, que poco aporta a lo cinematográfico, de uñas sucias, pústulas y eccemas. Precisamente, el principal problema de Nosferatu (2024) es que intenta dar profundidad a unos personajes planos, buscar hondura psicológica a unas marionetas en manos de un vampiro, una figura de la fantasía más tétrica y macabra. Y así, más que peli de terror, el filme se sitúa en el género de la histeria colectiva.
Sin embargo, no se me hizo larga. Supongo que el terror -que no es ni mucho menos mi género favorito- de la vieja historia sigue tan vigente como antaño. Drácula es una de las novelas más adaptadas de la historia a los medios audiovisuales. Si contásemos las historias de vampiros, podría competir con Sherlock Holmes. Por eso Nosferatu (2024) se deja ver.
Pero, en ningún caso, supera a la vieja Nosferatu (1922). Por mucho que se recurra a los problemas cutáneos, a la sangre y a las vísceras, al morbo, dan mucho más «yuyu» aquella soberbia puesta en escena y aquellos rudimentarios efectos que estos fuegos artificiales estruendosos y colosales de lo digital, del siglo XXI.
A este respecto, no le encuentro sentido alguno a esta adaptación. Nosferatu (1922) es historia viva del cine. Algo estaremos haciendo mal cuando la gente necesita ver algo más aparente y grandilocuente, pero con infinita menor carga tenebrosa, sublime, estética. Entiendo que hoy en día cueste leer la Ilíada, pero cuesta creer que no podamos disfrutar de algo de poco más de 100 años. Estos remakes, estas malas copias, muestran más una crisis creativa descomunal que una auténtica necesidad de recrear las viejas joyas del pasado.
(1) El ardid de los creadores de Nosferatu (1922) no sirvió de nada. Hubo que compensar a la viuda de Stoker. Y un juez ordenó la destrucción de todas las copias de la película. Por suerte, sobrevivió una. Solo una.