Rufus Wainwright seduce con su oda al amor y la tolerancia en el Teatro Real
El compositor norteamericano, icono del pop y el folk, encandila al público del coliseo madrileño en el estreno español de Hadrian
El estreno español de Hadrian, la ópera de Rufus Wainwright, más conocido como creador de envolventes melodías de signo pop, se ha saldado con un enorme éxito. A la convocatoria social, con presencia de personalidades de la vida cultural como un fascinado Pedro Almodóvar, que en el descanso casi se abalanzó sobre el compositor para dedicarle toda suerte de elogios en un decente inglés, y política, por allí andaba hasta la vicepresidenta Calviño (las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar pasan por ser una temprana obra de referencia para Felipe González), correspondió además la bulliciosa acogida de los espectadores que llenaron el Teatro Real de un público más heterogéneo que el habitual para la ópera. Se ha notado el tirón de Waingright en su faceta habitual y la tan publicitada temática gay de la obra –como si a estas alturas debiera considerarse un mérito en sí misma– hacía de la asistencia un acto casi de obligatoria militancia.
En un cierto momento de sus vidas, aquel que suele coincidir con la madurez, algunos artistas que se han ganado el jornal magníficamente con el pop deben empezar a pensar que lo suyo está muy bien, pero que hay algo que se están perdiendo. Es cuando surge en ellos el deseo o la necesidad de abarcar más, de probar que son capaces de superarse, de crear algo realmente «serio» que pueda acercarles a los grandes autores del canon occidental y, quizá, ser recordados no solo como meros muñidores de canciones sencillas, escasamente ambiciosas en lo formal, por más que sus rudimentarias fórmulas pero de eficaz transmisión les hayan proporcionado beneficios imperecederos.
Ocurrió con Paul Mccartney y su olvidable Liverpool Oratorio o Roger Waters y Ça ira, que solo pareció convencer a Mitterrand en su día. Sin salirnos de aquí, José María Cano soportó un suplicio hasta ver estrenada aquella Luna que nunca ha vuelto a representarse de nuevo, debiendo cosechar en prenda todo tipo de denuestos y aviesas descalificaciones de los compositores establecidos. Debe ser particularmente frustrante para tanto profesor de composición como hay puliendo sus óperas en el tiempo libre, aguardando casi sin ninguna perspectiva de éxito que un día pueda ser descubierto ese genio que a buen seguro albergan gracias al estreno con todos los honores de sus gemas inéditas, ver como estos ídolos de la música popular les arrebatan de ese modo su anhelada oportunidad … Pero qué le vamos a hacer, la vida es y ha sido siempre así.
En el caso de Rufus Wainwright ya va incluso por su segundo intento. Si hace unos años se la pegó con Prima donna, su siguiente ópera, estrenada en Canadá hace cuatro años, parece haberle proporcionado en cambio mejores perspectivas de lograr forjarse una carrera alternativa en la lírica. El Real le ha ofrecido ahora esta nueva ocasión, y aunque no lo ha hecho ni en su temporada de abono ni con una representación en toda regla, sí le proporcionó un reparto de primera (del que fueron descolgándose tres de sus bazas más atractivas: el tenor Xavier Anduaga, el bajo Rubén Amoretti y la soprano Ainhoa Arteta) y una suerte de versión semi-stage a cargo de Jorn Weisbrodt.
Este director ha ideado un recurso que permitía mantener el criterio inicial de una versión de concierto, facilitándoles a los cantantes el poco aconsejable empleo de la partitura. Su puesta en escena ha consistido básicamente en recrear los ensayos de una ópera. El segundo acto se ha correspondido con lo que en el argot de la profesión se llama «una italiana»: cantantes y coro en escena pero sentados con sus atriles y la orquesta en el foso. A partir de ahí los movimientos de los intérpretes han sido mínimos pero efectivos, y el lugar de la escenografía lo ha ocupado la proyección de un buen número de fotografías del recordado Robert Mapplethorpe. Si bien es cierto que algunas de estas imágenes sugerían o ensalzaban bien la acción, llegando a transmitir con toda la fuerza expresiva dibujada por la lente los estados de ánimo, acciones, pensamientos ocultos de los personajes… , en general, el recurso resultó abusivo ante la reiteración de iconos (y lugares comunes) del imaginario gay con un continuo desfile de glúteos variados, falos de diversos tamaños y colores, rostros efébicos, cuerpos cincelados, cuero, cadenas, máscaras, etc… A estas alturas nadie va a escandalizarse ya, no es eso, pero después de tres horas de tal bombardeo una cierta sensación de hartazgo se impone sobre las buenas intenciones de partida de Weisbrodt.
Como ya se ha dicho estos días, Wainwright se ha inspirado en la vida del Adriano cuyas memorias imaginarias Marguerite Yourcenar recreó en un libro maravilloso, que en España gozó de enorme difusión en la traducción de Cortázar. De su talante abierto, cultivado, transgresor, al músico lo que pareció llamarle más la atención fue el hecho de que se tratara del primer gobernante homosexual, que compartió parte de su vida con su joven amante griego, Antinoo, sin complejos. A Wainwright le fascinó particularmente el hecho de que al final de su vida de emperador romano, jalonada de relevantes éxitos públicos, Adriano reconociera que lo más importante para él, lo que lo definía como persona era el hecho de haber conocido el amor verdadero, la justificación de toda su vida. Y ciertamente, más allá de sus connotaciones, de esa suerte de exaltación de lo gay que proviene casi más de la puesta en escena que del propio texto de Daniel McIvor, el compositor y su libretista construyen toda una oda al amor entre las personas, sin distinciones, a su poder transformador, a la capacidad de hacernos mejores a través de su experiencia y a la tolerancia.
Hadrian es una oda hermosa, honesta y sincera, pero quizá algo excesiva. J.R. Jiménez decía que más tiempo no significa mayor eternidad. Tres horas parecen demasiado para lo que Wainwright y McIvor nos quieren transmitir: el primer acto, con la repetida cantilena que transmite el dolor de Adriano ante la pérdida de su amor, acaba resultando letárgico. Y el final último se alarga tanto que el espectador casi pide la hora. La conclusión exige un desenlace más sucinto, menos ampuloso. Esa grandilocuencia, esa pasión por el exceso le juega en ocasiones una mala pasada a Wainwright, que desea agitar en su coctelera todas sus referencias, con una urgencia innecesaria. Se nota que es un absoluto apasionado de la ópera, desde Wagner (el inicio del tercer acto, por ejemplo) hasta Britten, pasando por Strauss o Debussy, su música parece hundir las raíces en las huellas de sus maestros, de los que se perciben claros sus ecos a cada paso. Mucho más que en la opulencia sonora, su voz suena realmente auténtica en los pasajes más serenos, recogidos e íntimos, de vocación auténticamente camerística: ahí donde la orquesta despliega sus colores más variados y sugestivos, donde recupera su capacidad evocadora. En ese sentido resultó excelente el trabajo de una entregada Sinfónica de Madrid, y del Coro del Real, a las órdenes de Scott Dunn, notable concertador. Supo construir muy bien los finales de acto.
Una cosa hay que agradecerle a Wainwright, su afán por la transparencia, su respeto por la esencia misma del canto, que no reniega de la melodía. En su interesante texto de las notas al programa, el director de escena sostiene: «En la ópera la voz humana se convierte en la portadora tanto del significado como de la emoción; es la expresión más extrovertida del estado humano más introvertido posible». Y Hadrian no conculca estos principios, los reafirma con un lenguaje no por actual abstruso, distante, no, el autor no puede traicionarse a sí mismo, el creador de melodías que apuntan como saetas a la emoción más genuina sabe también escribir arias, como la de Sabina, que podrían pertenecer a un Puccini que volviera hoy a la vida.
El compositor norteamericano no podrá quejarse. A pesar de que el Real tuvo que sufrir importantes cancelaciones sobre el reparto de altos vuelos inicialmente convocado, las sustituciones han funcionado razonablemente en los casos de Alexandra Urquiola y Christian Federici, y muy bien en el de Santiago Ballerini, un interesante lírico-ligero con proyección y clase en el fraseo. Muy adecuado el resto, con el siempre cumplidor Alejandro Del Cerro y mención especial para Albert Casals, magnífico en su breve pero comprometida parte.
Thomas Hampson ya no es aquel joven que deslumbraba lo mismo cantando los principales personajes mozartianos que desgranando las esencias mahlerianas; los años pasan y la voz se resiente, sobre todo en el puntual ascenso al agudo, en el caudal y la proyección, pero la nobleza del intérprete, su saber decir le confieren al protagonista, ese Adriano que vislumbra el abismo de un nuevo amanecer que él ya no protagonizará, el de otro mundo distinto al que conoció, y que no añora, una profundidad, una autoridad, una humanidad descollantes.
Pero si el equilibrado reparto de este «Hadrian» ha tenido una triunfadora absoluta esa ha sido por derecho propio Vanessa Goicoetxea, justamente ovacionada en los saludos finales, como al terminar su aria. Fue aparecer ella en escena y lo que había transcurrido dentro de los cauces de lo acertado se transformó súbitamente en excelencia, jugaba en otra división. Maravillosa cantante-actriz, supo dotar a su personaje, straussiano en su diseño, de todos los hondos matices y complejos y delicados contornos (esos saltos interválicos) que el compositor le confirió. ¿Qué tiene que pasar para que la soprano vasca figure en las programaciones, al menos, de todos los principales teatros españoles?