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Abecedario filosóficoGregorio Luri

No tengáis miedo (la escuela cristiana frente al creciente miedo al futuro)

Conferencia pronunciada ante la FECC (Fundació Escola Cristiana de Cataluña) el pasado 10 de febrero de 2023

Actualizada 09:14

Como diría mi nieto, «esto peta». La «ecoansiedad» o la «progresofobia» no son fenómenos minoritarios. Las encuestan señalan que el 75% de jóvenes de entre 16 y 25 años no ven nada tranquilizador en su futuro. Más del 30% no quiere tener hijos. El miedo ya no está en el bárbaro que se encuentra acechando en las fronteras, sino en nosotros mismos y a nosotros mismos, por considerarnos incapaces de gestionar nuestros intereses ecológicos, es decir, vitales.

Y ante esta situación ¿qué responden los cristianos?

Punto de partida: ser humano es difícil

Estoy convencido: Nunca lograremos una sociedad perfectamente gobernada, perfectamente educada y perfectamente sana.

No podemos alcanzar el gobierno perfecto porque la política se basa en el consenso de gentes heterogéneas, no en la sabiduría. No sé si conocen la anécdota de aquel político que dio un magnífico mitin electoral y al acabar una mujer se le acercó:

–Toda la gente de bien está con usted –le dijo.

–Pues no tengo suficiente –le contestó el político.

– ¿Qué más desea?.

–¡La mayoría!

No podemos conseguir la educación perfecta porque no existe el alma sana. Nos estamos moviendo entre lo real y lo posible; entre deseos opuestos y contradictorios; entre lo que sabemos que deberíamos hacer y lo que hacemos; entre la plenitud y los vacíos anímicos que no sabemos cómo llenar; entre la necesidad de la fidelidad y del perdón. No hay educación perfecta porque las ilusiones que proyectamos sobre nosotros mismos son verdaderas en sus consecuencias. En el siglo XIX, el siglo del progreso, sí eran optimistas con el futuro, por eso sostenían que una escuela que se abre es una cárcel que se cierra. En realidad, no ha dejado de crecer el número de prisiones. Eso sí, ahora los delincuentes tienen mayor instrucción. Añadiré, dicho sea de paso, que nunca me he creído ningún método o experiencia pedagógica que nos esconda sus fracasos. He trabajado 40 años de docente y no ha habido año en el que no me haya sentido fracasado con al menos un alumno.

No podemos conseguir una salud de hierro porque somos de carne y estamos tocados por la muerte. Como me dijo un médico que me atendió hace unos años, «la salud es un paréntesis entre dos enfermedades y normalmente no presagia nada bueno».

Debemos vivir y convivir, pues, en sociedades en las que las cuestiones relacionadas con el gobierno, la educación y la salud tienen siempre una parte polémica que se incrementa a medida que hacemos del pluralismo un valor constitucional supremo.

¿Es esto una desgracia? Para los pesimistas, sí, sin duda. Pero los optimistas preferimos pensar que precisamente porque convivimos con la imperfección, convivimos también con posibilidades de acción y mejora, si bien nunca estaremos seguros de si la realización de nuestras buenas intenciones tendrá efectos imprevistos e indeseables.

Las cosas humanas son distintas de todo lo demás. Son noéticamente heterogéneas. Esto significa que para conocer una cosa es suficiente, en principio, con su definición; pero para entender parcialmente un hombre necesitamos disponer de alguna imagen de su biografía.

Las cosas humanas, por ser noéticamente heterogéneas, deben comprenderse de manera diferente a cómo se comprenden el resto de cosas precisamente porque, como ya hemos dicho, las ilusiones y desilusiones que proyectamos sobre nosotros mismos son siempre reales en sus consecuencias. Para comprender el funcionamiento de las neuronas, las analizamos como objetos; para entender a un hombre debemos verlo como sujeto y, más específicamente, como sujeto que no deja de proyectar ilusiones y desilusiones sobre sí mismo.

Detengámonos en la consideración, aunque sea de manera esquemática, de alguna de las desilusiones que, en mi opinión, contaminan de pesimismo todo nuestro presente y de la posibilidad de compensarlas con una antropología cristiana.

La desilusión con el futuro

El hombre moderno mira a su alrededor y observa, perplejo, que las ciencias y las tecnologías, consideradas una por una, presentan progresos fabulosos. Cada día nos sorprenden magníficas noticias provenientes de la genética, la farmacología, las biotecnologías, las nanotecnologías, etc. Pero, sorprendentemente, estos progresos fragmentarios no acaban de sumar de forma indudable un progreso con mayúscula. ¿Cómo es que, si cada campo progresa de forma tan evidente, cada vez se nos presenta el futuro con mayor incertidumbre?

Vivimos en el desencanto con las promesas liberadoras que nos veníamos haciendo a nosotros mismos desde la Ilustración. Vivimos en el tiempo de la progresofobia. Por eso hablamos de la posibilidad del decrecimiento.

¿Qué nos ha pasado?

Es bien conocido aquel lamento de Marx: «Los filósofos no han hecho otra cosa que interpretar el mundo, cuando lo que hace falta es cambiarlo». Si Marx se hubiera detenido un poco a pensar sus palabras, quizás hubiera concluido que, si los grandes filósofos han dedicado tanto tiempo a interpretar el mundo, es que no se deja interpretar fácilmente. Con el gulag comprendimos los riesgos que corremos cuando decidimos cambiar lo que no acabamos de comprender.

Cada vez son más frecuentes los discursos que, como el del filósofo francés Jean-Luc Nancy, aseguran que nos enfrentamos a una situación catastrófica y que vivimos en el tiempo que sabe que puede ser el fin de los tiempos. Sirvan de ejemplo las series de éxito en la televisión. Nos insisten en que podríamos ser «los últimos humanos» (The last of us).

Uno de los pioneros de la antropología pesimista es Paul R. Ehrlich. Sus libros bien podrían colocarse en la sección de terror de una librería: Cómo ser un superviviente (1971), El fin de la abundancia (1975), Extinción (1981), El frío y las tinieblas: el mundo después de una guerra nuclear (1984), La explosión de la población (1990), Un mundo herido (1997) …

El pesimismo es también político. En lo que va de siglo, la insatisfacción con la democracia no ha dejado de crecer. En 2019, el porcentaje de insatisfechos era del 57,5 %.

La desilusión con nosotros mismos

En esta situación es ineludible preguntarnos si se ha cansado el hombre de su propia humanidad. Parece, al menos, decepcionado. Hablamos continuamente de posthumanismo y de transhumanismo. Viendo la vertiginosa caída de los índices de natalidad es posible sospechar que incluso hemos dejado de considerar la vida como valor. Nos cuesta dar vida a nuevos seres humanos mientras aprobamos legislaciones cada vez más laxas sobre la eutanasia.

Centrémonos en la primera cuestión, en la dificultad de dar vida.

1780 es la fecha de la publicación de An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, del filósofo Jeremy Bentham, que altera radicalmente la percepción de los límites entre el hombre y el animal. Hasta entonces se entendía que la racionalidad era una barrera infranqueable para el animal y por eso se definía al hombre como animal racional. Bentham propuso sustituir el criterio de la racionalidad por el de la sensibilidad. Lo importante en nuestras relaciones con los animales, nos dice, no es si pueden razonar, sino si pueden sufrir. Hoy es comúnmente aceptado su sufrimiento y la evitación del sufrimiento al otro, sea persona o animal, se nos presenta como un deber moral inexcusable. Pero curiosamente hacemos una notable excepción: nos despreocupamos completamente del sufrimiento del feto humano.

La desilusión con la ética del hambre

Con el patocentrismo parece que la moral se ha convertido más en una cuestión de náusea que de apetito. La náusea es la reacción ante un niño ahogado en una playa, el apetito es la voluntad de comprometerse con los niños a nuestro alcance. La ética de la náusea tiene algo de narcisismo moral que nos permite tener buena conciencia.

El patetismo y la empatía lo embadurnan todo. El espacio público se ha llenado de reivindicaciones de colectivos que muestran su condición de víctimas para ganar visibilidad. Exhiben sus heridas para mantenernos pendientes de su dolor, aunque ello signifique la cronificación de la condición de víctima.

Son los penitentes de la sociedad posmoderna que se consideran inocentes porque sufren, a la vez que quienes hacen suyo empáticamente este sufrimiento, se autoerigen en la élite del bien. Lo vemos cada día en el mundo woke, en la corrección política, en la cultura de la cancelación, etc. El fenómeno ha encontrado su manifestación más hiperbólica en la llamada «Revolución INCEL» (involuntary celibate), formada por reprimidos sexuales resentidos que no comprenden que no haya nadie que quiera mantener relaciones sexuales con ellos. Lo curioso es que algún intelectual se ha solidarizado con su perplejidad pidiendo la redistribución del sexo. Si pedimos –dicen– la distribución de las riquezas para que nadie quede marginado del bienestar, ¿por qué negar la distribución del placer sexual?

Ahora bien, si fuera cierto que el marginado no tiene ninguna responsabilidad, por exigua que sea, sobre su situación, deberíamos deducir que, en tanto que víctima, es amoral. Es decir, que sólo está condicionado por las causas eficientes que le han victimizado, no por las causas finales (de lo que aspira a ser). Esto es, en mi opinión, especialmente lacerante en el caso de los pobres, porque si les aplicamos esta lógica, hacemos de la moralidad una función de los ingresos.

A diferencia de los exhibidores de heridas, la verdadera víctima suele resistirse a revivir su traumática situación.

Hoy es necesario ser bueno por una razón de empatía, no porque que lo exija el deber moral. En paralelo descubrimos que un número nada despreciable de personas piensa que las emociones y no las acciones son el campo específico de la moralidad.

La desilusión con la ciencia

La ciencia nos ofrece hoy una historia del universo que, desde la perspectiva humana, termina mal. En cuatro mil millones de años la Vía Láctea chocará con otra galaxia, Andrómeda, creando un espectáculo que ya no será contemplado por nadie, porque no habrá humanos para contemplarlo. Llegará un momento en que la expansión acelerada del universo desintegre la estructura misma de la materia, poniendo punto final a la posibilidad de toda historia. Todas y cada una de las estrellas se consumirán, hundiendo el cosmos en un estado de oscuridad absoluta. Los propios átomos dejarán de existir.

La del Cosmos, nos dice la ciencia, es una historia que acaba mal, pero no para la ciencia, sino para los hombres. Toda la belleza del mundo está destinada a esfumarse. El cosmos no es nuestro hogar más que de forma fugazmente provisional.

La ciencia no nos quiere.

Nuestro tiempo

¿Cómo es, pues, el tiempo en que vivimos?

Nunca lo hemos conocido con exactitud, porque cuando intentamos captar el presente como una unidad, sólo encontramos fragmentos. Por esta razón nunca sabemos tampoco si determinados fenómenos del presente han venido para quedarse o son pasajeros. Los hombres somos como orugas. No sabemos si nuestras perplejidades se deben a la metamorfosis que nos convertirá en mariposas o si son índice de nuestra agonía. Nunca sabemos si está a punto de hundirse el mundo o sólo nuestra imagen del mundo.

Pero el momento de las perplejidades es, históricamente, el momento de la crisis de autoridad.

Al escribir El Capital, Marx, que estaba convencido de que la humanidad se encontraba a las puertas del comunismo, utiliza una metáfora obstétrica para explicar su presente. El viejo mundo, dice, ha muerto, pero el nuevo no acaba de nacer.

Antonio Gramsci recibe, un siglo después, esta metáfora y la expresa de esta forma: «La crisis consiste precisamente en que lo viejo no muere y lo nuevo no acaba de nacer. En este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados», ligados todos a la «crisis de autoridad». Con la erosión de lo viejo, las instancias orientadoras heredadas pierden su antigua autoridad indiscutible y ya no actúan como guías, pero pretenden seguir mandando. Gramsci teme que si la gente no encuentra una nueva guía pueda derivar hacia un escepticismo generalizado.

Probablemente sea esta nuestra situación... con la excepción de los cristianos.

La situación de los cristianos

Permítanme leer tres pequeños textos que hablan de la justicia, la luz y las sombras:

El primero es el salmo responsorial de hace dos domingos:

«El hombre justo, compasivo y benigno,

es luz que alumbra en la oscuridad».

El segundo se encuentra en 1 Juan 2:9-11: «Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. 10Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza (skándalon). 11Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos».

El tercero, Jn 1:1: «Al En el principio existía el Logos. El Logos estaba con junto a Dios y el Logos era Dios».

Es decir: Hay una oposición entre, por una parte, Dios, el justo (el compasivo, el benigno), quien ama a su hermano, la luz, el logos, y, por otra, la oscuridad, la sombra, quien aborrece a su hermano, quien está perdido.

Me gusta pensar que algo parecido está diciendo Platón cuando afirma que tienen el mismo origen la misología y la misantropía y, entonces, también, la filología y la filantropía.

Ahora bien, en este momento del desarrollo de la ciencia se nos hace difícil creer que el logos científico nos ama. Más bien anuncia que todo terminará en la sombra. Así pues, no parece sensato creer en estos textos... a menos que seas cristiano. El cristiano puede mantener la filantropía y la confianza en el Logos a pesar de que la ciencia no nos ame, porque los cristianos como leemos también en 1 Juan 4:16-21 : «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él.… No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor tiene que ver con el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor». Estas palabras recogen, para Benedicto XVI, la formulación sintética del cristiano (Deus caritas est).

Podemos, pues, añadir algo a nuestro esquema anterior y ampliar la oposición entre (a) Dios, el justo (el compasivo, el benigno), quien ama a su hermano, la luz, el logos, sin miedo, amor, y (b), la oscuridad, la sombra, quien aborrece a su hermano, quien está perdido, el miedo, el castigo

Este esquema gana su sentido cuando lo aplicamos a nuestra conformación ética. Y para tratar de este asunto debemos hablar del alma.

El alma

Denomino alma a la instancia capaz de evaluar la distancia entre lo mejor que podemos llegar a ser y la inercia de lo que hacemos.

Hoy esta palabra ha caído en desuso porque a algunos les parece arcaica y oscura. Incluso los filósofos la rehúyen. El resultado es que intentando eludir las nieblas del alma, caemos inevitablemente en los pantanos del yo.

La palabra «alma» está, pues, disponible gracias a que técnicos y especialistas del pensamiento le han abandonado sin impugnarla. Pero el alma nos ayuda a entender un fenómeno que es mucho más amplio y complejo que sus supuestos sustitutos: el sujeto, la mente, la conciencia o el cerebro. Ninguno de estos pretendientes a la sustitución sabe cuidar de sí mismo. Mientras que lo propio del alma es cuidar de sí misma.

El alma no sólo nos hace explícita la distancia existente entre la inercia de lo que hacemos y lo mejor que podemos llegar a ser, sino que nos anima también a hacer algo con los mejores fragmentos de nuestra biografía, porque con ellos podemos diseñar una imagen no ilusoria de lo mejor que podemos llegar a ser. El alma nos susurra siempre que es posible proyectar nuestras mejores experiencias a nuestros deseos, a construir una imagen optimista de nosotros mismos. Y entre estas experiencias se encuentra, en primer lugar, la del conocimiento del amor de Dios.

No podemos ser morales fragmentariamente. El fundamento de un carácter armónico, no escindido en facciones, es la posesión de un principio interno capaz de ordenar nuestra conducta. Este principio es la voz del alma que nos dice: «Tienes que estar a la altura de lo mejor que ya has sido» o, mejor: «Tienes que proyectar sobre ti la unidad posible de lo mejor que ya has sido, de forma que se convierta en principio ordenador de tu vida».

Es un principio exigente, pero no obliga a todos por igual. Las almas tienen distinto formato. No son equiparables la de don Quijote y la de Sancho, aunque, como decía Orwell, todos tenemos algo de don Quijote y algo de Sancho Panza. Somos ambos a la vez. Una parte de nosotros anhela actos de heroísmo o santidad, pero la otra es un gordito que ve muy claramente las ventajas de salvar la vida sin un rasguño. Sancho es nuestra inercia, la voz del estómago que protesta contra el alma. Pero no seamos demasiado críticos con él porque, puesto en la circunstancia de gobernador de la isla Barataria, demuestra un sentido común que dudamos que esté al alcance de don Quijote. Es decir, no sólo somos don Quijote y Sancho sino que a veces nuestro Sancho quijotea y nuestro quijote sanchea.

Es de Nietzsche la afirmación de que el que está dispuesto a sacrificar lo más bajo de sí mismo a sus posibilidades más altas posee un espíritu religioso. Hay que entender que, para él, el religioso es un artista porque aspira a hacer de su vida una obra de arte. Éstas son sus palabras en Más allá del bien y del mal: «A los hombres religiosos se les podría clasificar entre los artistas como su categoría suprema».

El hombre religioso es quien mantiene viva la voz poética de su alma y si el mundo se hundiese mañana, seguiría manteniendo viva esa voz.

No importa que el buen gobierno, la buena educación y la buena salud sean imposibles si sabemos que la buena luz está en el rostro de nuestro hermano.

El filósofo y místico ruso Lev Shestov sostenía platónicamente que cuando nace un niño un ángel desciende del cielo y pone la huella de su dedo índice en el labio superior para hacerle olvidar su existencia anterior. Pero el labio lleva siempre la huella del dedo del ángel. Esta huella nos repite: «Ya has conocido el amor de Dios», ya tienes la piedra angular del edificio de ti mismo.

Quiero acabar con la oración laica de un poeta comunista, el portugués Miguel Torga. Creo que no hace falta acompañarla de ninguna explicación. Dice así:

Esperanza.

Quiero que seas

la última palabra

de mi boca.

La mortaja de sol

que me cubrirá y resumirá.

Como en la despedida sólo hay niebla

en el entendimiento

e incluso el aliento traiciona la voluntad,

llamo ahora tu nombre a los cuatro vientos.

Te juro, mientras pueda, lealtad

de por vida y en todos los momentos.

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