El Debate de las Ideas
Roma aeterna
Una Roma universal que, según leemos en el De Monarchia de Dante, traería una paz universal que a su vez permitiría el cultivo de la sabiduría y del espíritu. Lo que haría posible la salvación de las almas
He de confesar que no me cuento entre los admiradores de Ortega. Por supuesto, conozco y respeto su importancia en la historia del pensamiento, pero no ha estado entre los filósofos que han dejado particular huella en mi cosmovisión. Sin embargo, quiero comenzar este artículo con una cita de José Ortega y Gasset. De cuando en cuando me impongo leer pensadores que considero que no he estudiado lo suficiente y ahora mismo me encuentro leyendo las Obras completas del filósofo madrileño. En el volumen noveno se reproducen sus lecciones en el Instituto de Humanidades en el curso 1948-49 sobre la visión de la historia del gran historiador británico Arnold Toynbee. Y me he encontrado con este interesante pasaje (p. 79):
«Los periodistas y los políticos de fuera de España hablan hoy a toda hora de las Naciones Unidas, que son nada menos que el conato de una federación universal, de un Estado mundial o, los más parcos y mesurados, de la Unión Europea con tanto o cuanto de confederación. Ahora bien, no cabe la menor duda de que si no hubiese existido el Imperio Romano es sobremanera improbable que a ninguno de esos hombres, al parecer de no exuberante cacumen, se les hubiera ocurrido tan pronta y galanamente idea parecida. La verdad, la pura verdad, es que el Imperio Romano no ha desaparecido nunca del mundo occidental. Durante ciertas épocas quedaba latente, subálveo, como embebido bajo las glebas de las múltiples naciones europeas, pero al cabo de algún tiempo rebrotaba siempre el intento del Imperio. Recuerden que, en nuestro viaje retrógrado, cuando descubrimos el comienzo de nuestra civilización, lo hallamos bajo la figura del Imperio Carolingio, el cual fue consciente y deliberadamente un ensayo de restauración del Imperio Romano».
La lectura de este texto orteguiano despertó toda mi atención. Y es que se da la circunstancia de que en mi reciente libro sobre la Europa de Dante cito un pasaje de la encíclica Altissimi cantus del Papa Pablo VI que conmemoraba en 1965 el 650 aniversario del insigne Poeta florentino:
«Al Emperador se le confía la tarea, más que cualquier otra cosa en el orden moral, de hacer triunfar la justicia y aniquilar la codicia, que es la causa del desorden y las guerras: a partir de esto parece necesaria una Monarquía universal (ut necessaria universalis monarchia esse videatur). Esto, esbozado en términos medievales, requiere un poder supranacional (supernationalis potestas), que ponga en vigor una ley única para proteger la paz y la concordia de los pueblos. El presagio del divino poeta no es en absoluto utópico, como puede parecer a algunos».
Por supuesto, Dante ha sido el máximo defensor que la Monarquía universal ha tenido en la historia occidental. Su tratado De Monarchia, inicialmente proscrito por el Pontificado, fue reivindicado siete siglos después por la misma Santa Sede que había contribuido decisivamente en los siglos medievales a legitimar a los nacientes estados-nación frente a las pretensiones de jurisdicción universal del Sacro Imperio. La oposición pontificia a la Monarquía universal de Carlos V no fue más que el último episodio de este proceso. Ahora bien, entre la inicial condena papal del De Monarchia de Dante y la mencionada alabanza de Pablo VI se habían producido las guerras napoleónicas y las dos guerras mundiales, todas ellas teñidas de un nacionalismo furibundo. Este cambio de criterio pontificio es un buen ejemplo de una institución escarmentada por la historia.
Antes de que algún lector deje de leer, haré una advertencia. Desde luego, ni el Romano Pontífice ni el que esto escribe estamos ponderando positivamente la imposición a todo el planeta (mediante la hegemonía geopolítica anglosajona o a través del soft power de Hollywood y el McWorld) de los valores 'occidentales’ de la Ilustración en una primera época y, posteriormente, de los contravalores de la posmodernidad y Mayo del 68. Muy al contrario. Lo que aquí se pone en valor es lo perenne de la idea romana de Estado universal como garante de una pax romana (paz universal), es decir, el mito político de la Roma aeterna que atraviesa los siglos desde Carlomagno hasta Carlos V, desde el Medievo hasta el Renacimiento. En este sentido, se podría decir que romanidad católica y globalismo anglosajón no pueden ser más opuestos.
Yo, por mi parte, todavía creo en la vigencia del sueño de 'quella Roma onde Cristo è romano'
Por otro lado, en realidad, ni siquiera Ortega, heredero de los valores ilustrados, estaba en 1948 precisamente celebrando el nacimiento del mundialismo. En efecto, en el curso de estas lecciones en el Instituto de Humanidades, el filósofo madrileño comentaba del siguiente modo la Conferencia de Yalta de 1945 donde las democracias anglosajonas habían diseñado el nuevo orden mundial junto al genocida Josef Stalin: «Esta última forma de legitimidad es la que se ha llamado con una palabra que hoy es ya difícil de usar porque quedó, tal vez para siempre, maltrecha en Yalta cuando bajo ella pusieron su firma tres hombres que la entendían en tres sentidos diferentes. Es la palabra democracia» (vol. 9, p. 113).
Pero volvamos a Toynbee, un historiador de vocación filosófica cuya visión de la historia, si bien cuestionable en algunos aspectos, está llena de enseñanzas. En su A Study of History plantea de forma magistral la cuestión de los estados universales y lo vincula a la idea de la Roma eterna, pues fue la Roma imperial el Estado universal por excelencia, modelo de todos los que vinieron después. Los estados universales, señala Toynbee, se apoyan en «la creencia apasionada en la inmortalidad de la institución». El historiador británico cita, en este sentido, numerosos ejemplos de esta creencia, entre ellos los rituales de la Roma clásica en los que se hacían sacrificios públicos por «la eternidad del Imperio», no solo por parte de los magistrados, también por parte de humildes campesinos que sacrificaban vacas como ofrendas votivas a los dioses pro aeternitate imperii.
Como sabe todo historiador de la cultura medieval, el mito de Roma sobrevivió a la caída del Imperio Romano. Tanto en Bizancio (Segunda Roma) como en el Occidente latino, donde el Sacro Imperio encarnó la Tercera Roma. Una historia del mito de la Roma eterna en la Cristiandad comenzaría con la recepción patrística de la Eneida de Virgilio (que hace decir a Júpiter: «a los romanos no les he puesto límites en el espacio o el tiempo: les he dado un imperio sin fin») y terminaría con el bello pasaje de la Divina Comedia (Purgatorio, XXXII, 100-102) donde Dante canta a la eternidad de Roma:
«Poco tiempo estarás en esta selva;
serás conmigo eterno ciudadano
de aquella Roma en que es romano Cristo».
Una Roma universal que, según leemos en el De Monarchia de Dante, traería una paz universal que a su vez permitiría el cultivo de la sabiduría y del espíritu. Lo que haría posible la salvación de las almas. Yo, por mi parte, todavía creo en la vigencia del sueño de quella Roma onde Cristo è romano.